AMPLIACIÓN

He aquí uno de los grandes logros de la nueva estética: la consecución de un instrumento lingüístico que pretende –y en muchos casos lo consigue– ser fiel reflejo de la realidad cotidiana.

No podemos ignorar, con todo, la existencia de dos estadios distintos: la voz del narrador y el habla de los personajes.

La primera presenta por regla general un estilo  más cuidado y culto, a veces incluso retórico. Pero, a pesar de estos engolamientos esporádicos, participa muy a menudo del tono coloquial, con expresiones similares a las que ponen en boca de las criaturas. No presenta, naturalmente, los fenómenos típicos de la conversación, tales como anacolutos, interrupciones, etc., puesto que es un monólogo, ni se advierten en ella titubeos que serían inexplicables en un narrador omnisciente.

El habla de los seres ficticios varía para ajustarse a los rasgos específicos de cada uno de ellos, convirtiéndose en un elemento esencial de su caracterización. Encontramos así una amplia gama de idiolectos que van desde el tono culto al más vulgar, pasando por los que reflejan las peculiaridades lingüísticas de una determinada región [...]

El lenguaje coloquial de la novela realista presenta una serie de rasgos que nos permiten considerarlo como tal. Tanto el habla de los personajes como la del narrador está plagada de:

Refranes, adaptaciones de los mismos o sentencias similares –“a zoquete regalado no debieras ponerle tacha” [...] Exclamaciones –“¡Pateta!” [...] Diminutivos afectivos o despectivos –“guasitas” [...] Aumentativos y superlativos –“frescachona” [...] Frases hechas –“hablando entre dientes” [...] Símiles coloquiales –“es pesado como el plomo” [...] Expresiones de tono desgarrado –“para que se pudra en el calabozo” [...] Expresiones humorísticas –“no paraba hasta dar, por lo menos, con la pata del Cid, si es que se conformaba con eso”[...] Léxico coloquial –“me acoquinaba”[...] Apelativos cari osos –“Curiosón de los demonios”[...] Insultos e imprecaciones –Él sí que es un animal, un salvaje”[...]

Hablemos, por último, de la tendencia de la novela realista a caracterizar a los personajes con una serie de muletillas que son, por otra parte, algo muy corriente en la vida real. Es un recurso que aparece con frecuencia en los seres planos como  uno de los pocos rasgos que se les atribuyen. No falta tampoco en criaturas de mayor complejidad en un intento de aproximarse a la lengua coloquial.

FELIPE B. PEDRAZA Y MILAGROS RODRÍGUEZ              

  

TEXTOS SOBRE CARACTERÍSTICAS DE LA NOVELA REALISTA.

 Descripción de personajes:  

Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas perceptible. Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus ojos, grandes y oscuros, apenas tenían el ribete rojo que imponen la edad y los fríos matinales. Su nariz destilaba menos que las de sus compañeras de oficio, y sus dedos, rugosos y de abultadas coyunturas, no terminaban en uñas de cernícalo. Eran sus manos como de lavandera y aún conservaban hábitos de aseo. Usaba una venda negra bien ceñida sobre la frente; sobre ella, pañuelo negro, y negros el manto y vestido, algo mejor apañaditos que los de las otras ancianas. Con este pergeño y la expresión sentimental y dulce de su rostro, todavía bien compuesta de líneas, parecía una Santa Rita de Casia que andaba por el mundo en penitencia. Faltábanle sólo el crucifijo y la llaga en la frente, si bien podía creerse que hacía las veces de ésta el lobanillo del tamaño de un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como a media pulgada más arriba del entrecejo.

Benito PÉREZ GALDÓS, Misericordia           

  [Fortunata] Gustaba mucho de los trabajos domésticos y no se cansaba nunca. Sus músculos eran de acero, y su sangre fogosa se avenía mal con la quietud. Como pudiera, más se cuidaba de prolongar los trabajos que de abreviarlos. Planchar y lavar le agradaba en extremo, y entregábase a estas faenas con delicia y ardor, desarrollando sin cansarse la fuerza de sus puños. Tenía las carnes duras y apreta­das, y la robustez se combinaba en ella con agilidad, la gracia con la rudeza, para componer la más hermosa figura de salvaje que se pudiera imaginar. Su cuerpo no necesitaba corsé para ser esbeltí­sima. Vestido, enorgullecía a las modistas; desnudo o a medio vestir, cuando andaba por aquella casa tendiendo ropa en el balcón, limpiando los muebles o cargando los colchones, cual si fueran coji­nes, para sacarlos al aire, parecía una figura de otros tiempos; al menos así lo pensaba Rubín, que solo había visto belleza igual en pinturas de amazonas o cosa tal.   

Benito PÉREZ GALDÓS, Fortunata y Jacinta           

 ¿Qué características del per­sonaje se destacan?

         “Estamos buenos” iba pensando por las calles. Era enemigo de dar nombre a las cosas, sobre todo, a las difíciles de bautizar. ¿Qué era aquello que a él le pasaba? No tenía nombre. Amor no era; el Magistral no creía en una pasión especial, en un sentimiento puro y noble que se pudiera llamar amor; esto era cosa de novelistas y poetas, y la poesía del pecado había recurrido a esa palabra santificante para disfrazar muchas de las mil formas de lujuria. Lo que él sentía no era lujuria; no le remordía la conciencia, tenía la convicción de que aquello era nuevo. ¿Estaría malo? ¿Serían los nervios?

Leopoldo Alas “Clarín”, La Regenta.             

 

¿Cómo se narran los pensamientos del personaje, a través del estilo directo, indirecto o indirecto libre?

 

            El barrio de Amparo era de gente pobre; abundaban en él las cigarreras, los pescadores y las pescantinas. (...) Lo más característico eran los chiquillos. De cada casucha baja y roma, al salir el sol en el horizonte, salía una tribu, una pollada, un hormiguero de ángeles entre uno y doce años, que daba gloria. Dos de ellos los habíapatizambos, que corrían como asustados palmípedos; de ellos, derechitos de piernas y ágiles como micos o ardillas; de ellos, bonitos como querubines, y de ellos, horribles y encogidos como los fetos que se conservan en aguardiente. Unos daban indicios de no sonarse los mocos en toda su vida, y otros se oreaban sin reparo, teniendo frescas aún las pústulas de la viruela o las ronchas del sarampión.

Emilia Pardo Bazán, La tribuna              

Señala los rasgos naturalistas del texto anterior .

 

6 de junio.

Pepita estaba sola. Al vernos, al saludarnos, nos pusimos los dos colorados. Nos dimos la mano con timidez, sin decirnos palabra.

Yo no estreché la suya; ella no estrechó la mía, pero las conservamos unidas un breve rato.

En la mirada que Pepita medirigió nada había de amor, sino de amistad, de simpatía, de honda tristeza.

Había adivinado toda mi lucha interior; presumía que el amor divino había triunfado en mi alma; que mi resolución de no amarla era firme e invencible. No se atrevía a quejarse de mí; no tenía derecho a quejarse de mí; conocía que la razón estaba de mi parte. Un suspiro, apenas perceptible, que se escapó de sus frescos labios entreabiertos, manifestó cuánto lo deploraba.

Nuestras manos seguían unidas aún. Ambos mudos. ¿Cómo decirle que yo no era para ella ni ella para mí?; ¡Que importaba separarnos para siempre!

Sin embargo, aunque no se lo dije con palabras, se lo dije con los ojos. Mi severa mirada confirmó sus temores; la persuadió de la irrevocable sentencia. De pronto se nublaron sus ojos; todo su rostro hermoso, pálido ya de una palidez traslúcida, se contrajo con una bellísima expresión de melancolía. Parecía la madre de los dolores. Dos lágrimas brotaron lentamente de sus ojos y empezaron a deslizarse por sus mejillas.

No sé lo que pasó en mí. ¿Ni cómo describirlo, aunque lo supiera?.

Acerqué mis labios a su cara para enjuagar el llanto, y se unieron nuestras bocas en un beso.

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    Al llegar a este punto no podemos menos de hacer notar el carácter de autenticidad que tiene la presente historia, admirándonos de la escrupulosa exactitud de la persona que la compuso. Porque, si algo de fingido, como en una novela, hubiera en estos Paralipómenos, no cabe duda en que una entrevista tan importante y transcendente como la de Pepita y D. Luis se hubiera dispuesto por medios menos vulgares que los aquí empleados. Tal vez nuestros héroes, yendo a una nueva expedición campestre, hubieran sido sorprendidos por deshecha y pavorosa tempestad, teniendo que refugiarse en las ruinas de algún antiguo castillo o torre moruna, donde por fuerza había de ser fama que aparecían espectros o cosas por el estilo. Tal vez nuestros héroes hubieran caído en poder de alguna partida de bandoleros, de la cual hubieran escapado merced a la serenidad y valentía de D. Luis, albergándose luego durante la noche, sin que se pudiese evitar, y solitos los dos, en una caverna o gruta. Y tal vez,   -197-   por último, el autor hubiera arreglado el negocio de manera que Pepita y su vacilante admirador hubieran tenido que hacer un viaje por mar, y aunque ahora no hay piratas o corsarios argelinos, no es difícil inventar un buen naufragio, en el cual don Luis hubiera salvado a Pepita, arribando a una isla desierta o a otro lugar poético y apartado. Cualquiera de estos recursos hubiera preparado con más arte el coloquio apasionado de los dos jóvenes y hubiera justificado mejor a D. Luis. Creemos, sin embargo, que en vez de censurar al autor porque no apela a tales enredos, conviene darle gracias por la mucha conciencia que tiene, sacrificando a la fidelidad del relato el portentoso efecto que haría si se atreviese a exornarle y bordarle con lances y episodios sacados de su fantasía.

Si no hubo más que la oficiosidad y destreza de Antoñona y la debilidad con que D. Luis se comprometió a acudir a la cita, ¿para qué forjar embustes y traer a los dos amantes como arrastrados por la fatalidad a que se vean y hablen a solas con gravísimo peligro de la virtud y entereza de ambos? Nada de eso. Si D. Luis se conduce bien o mal en venir a la cita, y si Pepita Jiménez, a quien Antoñona había ya dicho que D. Luis espontáneamente venía   -198-   a verla, hace mal o bien en alegrarse de aquella visita algo misteriosa y fuera de tiempo, no echemos la culpa al acaso, sino a los mismos personajes que en esta historia figuran y a las pasiones que sienten.

Mucho queremos nosotros a Pepita; pero la verdad es antes que todo, y la hemos de decir, aunque perjudique a nuestra heroína. A las ocho le dijo Antoñona que D. Luis iba a venir; y Pepita, que hablaba de morirse, que tenía los ojos encendidos y los párpados un poquito inflamados de llorar y que estaba bastante despeinada, no pensó desde entonces sino en componerse y arreglarse para recibir a D. Luis.

Juan Valera. Pepita Jiménez                 


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