Ulises dispara su arco después de los fallidos intentos de los pretendientes.

Ulises, el rico en ardides, levantando en sus manos el arco lo vio por entero. Como un hombre perito en la lira y el canto tiende el nervio arrollándolo en una clavija sin esfuerzo, ya atada en sus cabos la tripa de oveja retorcida y sutil, con igual suavidad allí tendió Ulises su gran arco; la cuerda probada por su diestra resonó claro y bien como pío que da golondrina. Gran pesar invadió a los galanes y todos mudaron de color. Tronó Zeus con fuerza mostrando sus signos y de gozó llenó al divino, paciente Ulises la señal del hijo de Crono, el de oscuros designios. Tomó luego la aguda saeta que a mano tenía descubierta en la mesa; el carcaj encerraba otra muchas que en su carne iban pronto a robar los argivos. La fijó contra el codo del arco, tiró de la cuerda y de las muescas y desde el mismo escabel donde estaba sentado, apuntando bien derecho, lanzó la flecha; no falló en uno solo de los aros de hachas; el asta con punta de bronce salió traspasándolos todos afuera y él entonces dijo a Telémaco: “¡Oh Telémaco! El huésped que albergas no te da deshonor en tus salas; no erré ningún blanco ni el tender este arco me dio gran quehacer; sigue entero mi vigor, aunque despreciado por estos galanes. Mas ya es hora de darles la cena a los dánaos, a pesar de ser pleno día, y tendrán después de ello otra fiesta con la lira y el baile que dan su sazón al banquete.”

Así habló y, al fruncir sus cejas, Telémaco, el hijo bien querido del ínclito Ulises, se ciñó la espada puntiaguda, echó mano a la lanza y al lado del padre se apostó junto al trono, cubierto de refulgente bronce.

 

HOMERO, Odisea, XXI, 404 y s.