La Odisea

Homero

 

VIII

EL RELATO DE ULISES

           

            Puesto de pie, Ulises habló de esta suerte:

            — ¡Rey Alcínoo, el más esclarecido de todos los ciudadanos! ¿Quieres ahora, para calmar mis penas, que relate mis infortunios? ¿Cómo comenzaré? Porque los dioses me colmaron con innumerables desventuras. Soy Ulises Laertíada, harto conocido de los hombres por mis astucias. Habito en Itaca, donde se alza el monte Nérito. A mi salida de Troya me llevaron los vientos al país de los cícones, donde entré a saco la ciudad y repartimos equitativamente el botín que logramos. Exhorté a mi gente a que nos retiráramos, y los muy simples no se dejaron persuadir. Y mientras se entregaban a continuos banquetes, los cícones fugitivos reunieron a los de los contornos y se presentaron una mañana, tan numerosos como son las flores en la primavera. Junto a los bajeles nos combatieron y por los dos lados menudeaban los golpes de la lanzas. Combatimos durante todo el día, pero al caer la noche los cícones habían derrotado a los aqueos y muchos perecieron. Los demás conseguimos embarcarnos y huir, llorando la muerte de los compañeros.

            Una tempestad, que a poco de navegar se levantó, arrojó nuestra nave a la isla de los lotófagos, que se nutren con un florido manjar. Bajamos en la isla a hacer aguada y mandé a los compañeros y un heraldo a informarse qué hombres habitaban aquella tierra. Partieron al punto, y dieron con los lotófagos, gentes que, sobre no hacerles ningún mal, les regalaron lotos para que comiéramos. Tan pronto como hubieron gustado el fruto, dulce como la miel, se olvidaron de su diligencia y no pensaron más en tornar a la patria; antes bien, querían quedarse con los lotófagos. A pesar de sus lágrimas los llevé conmigo y los até a los bancos de la nave, ordenando a los compañeros que zarparan, temeroso de que olvidaran la vuelta a la patria si comían la dulce flor.

            Partimos, pues, y pronto llegamos al país de los soberbios cíclopes, gentes sin ley que no cultivan sus tierras, ni tienen ágora ni leyes y moran en hondas grutas en las cimas de los montes. Cerca de la tierra de los cíclopes existe una isla, despoblada de hombres, pero llena de cabras montaraces, a la que nos dirigimos en procura de algunas e hicimos con los dardos una abundante cacería. Cenamos y dormimos en la isla, y a la mañana siguiente dije a mis compañeros: -Permaneced aquí, caros compañeros. Conn mi nave y mi gente iré a enterarme de quiénes son los hombres que habitan esa tierra: si salvajes e injustos u hospitalarios y temerosos de los dioses. -Subí, pues, a mi nave y ordené que soltaran las amarras. Pronto llegamos a la cercana tierra donde vimos numerosos hatos de ovejas y cabras alrededor de altísima gruta, en la que tenía su asiento un varón de talla monumental. Era un monstruo horrible, en nada parecido al hombre que como pan, pero sí a umbrosa cumbre de enorme montaña. Hice desembarcar un odre de vino que pensaba regalar al hombre, y nos dirigimos a su gruta. Pero al llegar a ella la encontramos vacía, porque él había salido a apacentar sus ovejas. Irrumpimos en su mansión y quedamos absortos al mirar lo que en ella había: montañas de quesos y establos llenos de corderos y cabritos. Allí permanecimos con ansias de ver a aquel hombre y que nos ofreciera los dones de la hospitalidad. Encendimos fuego, comimos de los quesos y nos sentamos en espera de su retorno. Al regresar, traía un enorme has de leña para preparar su comida y lo arrojó a la entrada de la gruta con gran estrépito. Presas de terror, huimos hacia un rincón. Hizo que entraran las cabras y ovejas que debía ordeñar, y alzando un enorme pedrusco, tan grande que veintidós carros de cuatro ruedas no lo habrían movido, lo acomodó a guisa de puerta. Se sentó enseguida, ordeñó las ovejas y las cabras y después encendió fuego. De pronto nos vio y habló así:

            — ¡Forasteros! ¿Quénes sois?

            Nos quebraba el corazón su voz grave y su especto monstruoso. Con todo, le respondí de esta manera:

            — Somos aqueos a quienes extraviaron al salir de Troya vientos que nos llevan a capricho por el mar. Nos preciamos de pertenecer a las huestes del atrida Agamenón, y suplicantes nos postramos ante tus rodillas para que nos acojas con bondad y hagas los dones que se usan entre huéspedes. Respeta, pues, a los dioses, varón excelente, que nosotros somos ahora tus suplicantes. Y a suplicantes y forasteros protege Júpiter hospitalario.

            — Insensato eres, ¡oh forastero!, para instarme a que tema a los dioses. Nada se nos importa a los cíclopes de Júpiter que lleva la égida, ni de los dioses, porque somos más fuertes que ellos. Y yo no te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros por temor a Júpiter, si mi ánimo no me lo ordenase. Pero dime, ¿en qué lugar de la playa dejaste tu nave?

            Así dijo para tentarme, pero su intención no me pasó inadvertida, y entonces le respondí:

            — Neptuno, que sacude la tierra, rompió mi nave estrellándola contra las rocas; el viento que soplaba se la llevó, y pude librarme, junto con éstos, de una muerte horrible.

            El cíclope no me dio respuesta, pero volviéndose de súbito extendió las manos sobre mis camaradas, agarró a dos cual si fueran cachorrillos y los arrojó en tierra con horrible violencia dejándolos sin vida. Luego despedazó los miembros y se puso a comer igual que montaraz león, sin perdonar siguiera los huesos. Ante tal horror alzamos las manos a Júpiter, invadida el alma por la desesperación. El cíclope, cuando terminó su horrendo festín bebió encima de lecha que le plugo y se acostó en la gruta, en medo de las ovejas.

            Al día siguiente salió dejando nuevamente en su lugar la piedra de la entrada. Entonces me puse a discurrir un medio para huir y vengar a mis desdichados compañeros. Había en el establo una gran rama de olivo verde, de la cual corté un trozo no mayor de una braza, que pulí con el afilado bronce por uno de los extremos; lo endurecí después pasándolo por el fuego y lo oculté bajo el estiércol que cubría el piso. Elegí por medio de la suerte a los que, uniéndose conmigo, deberían levantar la estaca y clavarla en único ojo del cíclope cuando de él se apoderara el sueño, y cayóles la suerte a los cuatro que yo mismo había designado.

            Por la tarde regresó el gigante, se sentó, ordeñó las ovejas y las cabras, y después agarró a otros dos las ovejas y las cabras, y después agarró a otros dos de mis compañeros y aparejó la cena. Entonces me acerqué a él y le dije:

            — ¡Cíclope, ya que comiste carne humana, toma y bebe este vino, y sabrás qué licor encerraba nuestro bajel!

            Tomó el vino, bebióselo, y le gustó tanto que me pidió más.

            — Dame de buen grado más vino -dijo- y hazme saber tu nombre, para ofrecerte un don hospitalario que te agradará.

            Por tres veces le serví vino y lo bebió incautamente. Y cuando sus vapores le envolvieron la mente, le dije:

            — Preguntas cuál es mi ilustre nombre y voy a decírtelo. Mi nombre es Outis (nadie), y Outis se llaman mi padre, mi madre y mis compañeros todos.

            — Pues a Outis me lo comeré el último, después de sus compañeros y a todos los demás antes que él -respondió cruelmente-. Ese será el don hospitalario que te ofrezca.

            Al decir esto cayó de espaldas y se quedó dormido. Hice calentar entonces al fuego la estaca de olivo y cuando esta a punto de arder la tomamos entre todos, y con gran fuerza la clavamos en el ojo del cíclope. Dio éste un horrendo gemido que hizo retumbar la roca, y nosotros, amedrentados, huimos prestamente. Mas él se arrancó la estaca, la arrojó furioso lejos de sí y se puso a llamar a grandes gritos a los cíclopes de las inmediaciones. Oyendo sus voces acudieron muchos, y parándose junto a la gruta le preguntaban:

            — ¿Por qué gritas tan enojado, Polifemo, durante la noche? ¿Es que por ventura te matan con engaño o por fuerza?

            Y respondióles Polifemo desde adentro:

            — ¡Oh, amigos, Outis (nadie) me mata con engaño, no por fuerza!

            — Pues si nadie te hace fuerza -respondieron los de afuera- no es posible evitar la enfermedad que te manda Júpiter; pero ruega a tu padre, el soberano Neptuno.

            Apenas acabaron de hablar se fueron todos, y yo me reí en mi corazón del éxito de mi artificio. El cíclope, gimiendo de dolor y de ira fue hacia la puerta, quitó la piedra y se sentó a la entrada, estirando los brazos para atraparnos si salíamos. Entonces discurrí un medio para salvarnos. Había en el establo varios carneros grandes, gordos y de hermosa lana. Los até de tres en tres, y el del centro llevaba a un hombre. En cuanto a mí, elegí uno que sobresalía por grande y lanudo entro todos los otros, monté en él y me deslicé hacia el vientre agarrándome a la abundantísima lana con las manos. Y cuando despuntó la mañana y los carneros salieron presurosos a pacer, el cíclope palpaba los lomos de los animales, sin advertir que mis compañeros iban atados a los pechos. El que a mí me llevaba fue el último en salir. Cuando estuvimos algo apartados de la cueva soltéme del carnero y desaté a los amigos. Luego nos apoderamos de aquellas gordas reses y corrimos hacia el navío, en el que nos embarcamos.

            Cuando estuvimos tan lejos como es posible que pueda ser oído un hombre que grita, habléle al cíclope diciéndole:

            — ¡Cíclope, no debías emplear tu gran fuerza para comerte en tu gruta a los amigos de un varón indefenso! Las consecuencias de tus malas acciones debían alcanzarte, ya que no temiste devorar a tus huéspedes en tu propia morada.

            Por toda respuesta el cíclope arrancó la cumbre de una gran montaña y la arrojó delante de nuestra embarcación. Agitóse el mar por la caída del peñasco y las olas empujaron la nave hacia tierra firme. A fuerza de remo conseguimos alejarnos de nuevo. Y cuando nos hallamos a doble distancia alcé mi voz para decirle:

            — ¡Cíclope!, si alguno de los mortales hombres te pregunta la causa de tu vergonzosa ceguera, dile que quien te privó del ojo fue Ulises, hijo de Laertes, que tiene su casa en Itaca.

            — ¡Oh, dioses! -replicó el cíclope suspirando-; hubo aquí un adivino que envejeció profetizando entre los cíclopes y él me vaticinó lo que hoy sucede: que sería privado de la vista por mano de Ulises.

            Oró luego a Neptuno y, tomando un peñasco mucho mayor que el primero, lo arrojó haciéndolo caer detrás de nuestra embarcación. El oleaje nos llevó otra vez hacia la tierra firme. Anclamos la nave en la orilla y, como empezaba a anochecer, permanecimos en ella. Mas apenas se descubrió la hija de la mañana, Eos, de rosados dedos, nos hicimos a la mar gozosos de haber escapado de la muerte.

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