El Ojanco

Una vez iban dos frailecitos por un camino adelante y se les hizo de noche. Y se perdieron. Entonces vieron una luz muy abajo y se encaminaron hacia allí. Llegaron y llamaron. Y les salió a abrir el Ojanco, que era un gigante al que le llamaban así porque sólo tenía un ojo y lo tenía en medio de la frente.

-¿Quién?

-¿Dan posada a unos pobres frailecitos que vienen heladitos Y han perdido el camino? Y dijo el Ojanco:

- Éntrese

-¡Ay, Dios mío! ¿dónde habremos ido a caer?

Y entraron en una casa que no tenía más piezas que una cocina y una cuadra, donde guardaba el Ojanco los carneros que tenía.

-¡ Siéntense!

-¡Ay!- Ellos, tiritando de miedo y de frío.

-¡Caliéntense!

Se lo decía tan mal que los frailecitos estaban a punto de morirse de miedo. Se pusieron muy juntitos orilla de la lumbre y, allá al rato, les preguntó:

-¿Se han calentado ya?

Casi sin atreverse, le contestaron:

-Sí, señor, ya nos hemos calentado

- Puec, ¿a cuál me voy a comer primero, al blanco o al negro?

Los frailes ya no sabían qué hacer; el Ojanco había cerrado la puerta y no podían irse. Como ninguno decía nada, se levantó el Ojanco, mató al blanco, lo asó y se lo comió. Cuando ya estuvo harto de fraile, tiró los despojos y se echó a dormir. El otro se dijo: «Pues algo tendré que hacer.»

Despacito, muy despacito, entró en la cuadra, buscó el mejor carnero que tenía el Ojanco y lo mató. Después lo asó y se lo comió. Cuando ya estuvo harto, calentó bien, bien, el asador y se lo metió al Ojanco por el ojo. ¡Menudos berridos pegaba! Empezó a tirar manotazos a diestro y siniestro tratando de cazarlo, pero ya, agotado, tuvo que desistir.

-¡Mañana yo te diré!

Y se echó a dormir de nuevo en la cocina mientras el frailecito se metió en la cuadra y se puso la piel del carnero, bien puestecita, y la esquila.

Cuando ya llegó la mañana, se levantó el Ojanco y, a tientas, fue a la cuadra. Y como todas las mañanas, llamó a su mejor carnero:

-¡Macho blanco! -Tendiéndole un trozo de pan.

Se adelantó el frailecito con mucho cuidado, cogió el pan y se lo comió.

-Hala, mis carneritos, salid a comer. -Se puso a la puerta y, conforme iban saliendo, les iba tentando la lana y los iba contando-. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve y ¡veinte! Todos están.

Todos los carneros habían salido y el frailecito con ellos. Y encontró fuera unas tapias muy altas. Como pudo, trepó y, cuando ya estuvo encima, se quitó la piel y la esquila y empezó a dar voces.

-¡Ojanco! ¡Ojanco!

¡Toma la piel y la esquila

de tu carnerito blanco,

que yo me voy a mi convento!

Y el Ojanco le decía:

- ¡Ah, pícaro ladrón, si te cojo , la mayor tajada ha de ser una oreja!

Pero no lo pudo coger. Y el frailecito, muy contento, se volvió a su convento.

Y el cuento acabado

por las bocas abiertas

se ha escapado.

 (   Compara este cuento con la narración del encuentro de Ulises con el cíclope en La Odisea)

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