El relato oral, la poesía, las tradiciones y las leyes no escritas que han pasado de generación en generación, son una herencia palpitante del pasado.
Por eso las frases que abren y cierran la narración ("Érase una vez... y colorín colorado, este cuento se ha acabado") y lo que se cuenta entre ellas debe ser fiel a la herencia recibida.
Pero es que además, narrar no es un hecho intrascendente. Cuando se cuenta un cuento, se hace magia. Al hacerlo, se evoca otro mundo poblado de héroes con fuerzas extraordinarias, genios y otros seres semidivinos en los que narrador y oyentes suelen creer. Para evitar que penetren en nuestro mundo desde el plano de la narración, el narrador utiliza un dintel y un cerrojo: una fórmula de entrada al cuento y una fórmula de salida que intentan colocar la acción del cuento en una época alejada de la actual.
Ese significado mágico, casi sagrado del cuento, lo demuestran también las precauciones que hay que tomar al narrar, las prohibiciones que ha sufrido su transmisión oral en todo el mundo y los efectos desastrosos que producía la trasgresión de los tabúes mágico-religiosos con que se los relacionaba.
Por ejemplo, es una costumbre casi universal contar cuentos junto al fuego (elemento purificador) o al agua (símbolo de vida) porque ambos son elementos que sirven de protección, como el cristal de una ventana por el que los mundos se ven pero no se penetran. También es frecuente que la narración se produzca al caer el sol, porque se teme los efectos de narrar con la luz del día, cuando el mundo de lo extraordinario no "está dormido". (En Irlanda, traía mala suerte; los indios norteamericanos lo prohibían tajantemente; en África se pensaba que el narrador sería fulminado por un rayo u otro objeto caído del cielo, o que acarrearía enfermedades para los oyentes...)