Sita
Un día durante uno de sus viajes, llegó a oídos de Rama la belleza y dulzura sin par de la princesa Sita. Su corazón se inflamó y se puso inmediatamente en camino hacia el reino videha, en cuya corte se congregaban ya héroes legendarios de todo el continente.
Cargó a la espalda su arco y su carcaj de flechas. Los tigres devoradores de hombres, al acecho en la selva, le reconocían y eludían su encuentro. El agua de los torrentes le reconocía y se amansaba al paso de sus sandalias. Hasta el sol le reconocía y le enviaba sus más benignos rayos. Pero Rama, el inexpugnable, era ajeno a tales maravillas, porque en su pecho no había lugar para ningún prodigio que no fuera el de su amor por la más dulce y hermosa de las mujeres, la princesa Sita, la de los ojos de gacela, hermosas caderas y fina cintura.
Llegó por fin al palacio de Djanaka. Príncipes y reyes, procedentes incluso de los países bárbaros, exhibían ante el rey sus merecidos títulos para convertir en su esposa a la princesa Sita. Ella, entre tanto, se mantenía con la mirada baja, tranquilamente reclinada entre almohadas de seda a los pies de su padre. Pero cuando Rama, el inexpugnable, atravesó los corredores de palacio; cuando Rama, el más glorioso héroe, entró en el amplio salón donde vociferaban -e incluso amenazaban con la guerra, si el rey Djanaka no accedía a sus pretensiones- los arrogantes pretendientes, Sita sintió la presencia de un aura poderosa y alzó la mirada por primera vez. Vio al príncipe Rama, y sus mejillas, de color de la miel, se entintaron como cobre batido. Sus ojos de gacela quedaron imantados en los del joven Rama y tuvo la certeza de que nunca jamás podría apartarlos ya de él.