Eneas viste sus armas.
Mas Venus, la blanquísima diosa, se presenta entre nubes etéreas llevando sus dones; y cuando vio a su hijo solitario a lo lejos en un apartado valle junto a las frescas aguas, se le apareció y le habló con estas palabras: “Aquí tienes la ayuda prometida del arte de mi esposo. No dudes ya, hijo, en entrar en combate contra los orgullosos laurentes y el fiero Turno”. Dijo, y buscó Citerea los abrazos del hijo y enfrente colocó las armas brillantes bajo una encina. Él satisfecho con los presentes de la diosa y por honor tan grande no podía saciarse de mirar todo con sus ojos, y se asombra, y entre brazos y manos da vueltas al yelmo terrible con su penacho y que llamas vomita, y a la espada portadora de muerte y la rígida loriga de bronce color de sangre, inmensa, cual la nube cerúlea cuando se enciende con los rayos del sol y brilla a la lejos. Después las bruñidas grebas de electro y oro refinado, y la lanza, y la trama indescriptible del escudo.
Eneida VIII