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BLANCAFLOR, LA HIJA DEL DIABLO

Para saber y contar

mentiras no han de faltar;

ésta es la tinta y éste el papel,

éste es el cuento, vamos a él.

 

Pues era un muchacho que salió muy vicioso; de ésos que cogen un vicio y no hay quien haga carrera de ellos. Y el vicio era jugar a las cartas. Era de gente bien: el padre tenía bastante dinero. Y los amigos le decían:

-Pero, oye, Fulano, ¿tú no te das cuenta de la vida que lleva tu hijo Lisardo? -Se llamaba así el chico.

-Sí, es que yo ya no sé qué hacer con él; me trae avergonzado. Es que, vamos, es la deshonra nuestra.

Entonces, el padre pensó hacerle una casa en las afueras del pueblo y allí que hiciera lo que quisiera; la cuestión era quitarlo del pueblo.

Y como lo pensó, lo hizo: le construyó una casa y en ella se reunía a jugar con sus amigos. Pero un día no fue nadie y ya, aburrido, como tenía un vicio tan grande, dijo: -iSi viniera aunque fuera el Diablo!

Al momento, llamaron a la puerta. Salió a abrir y era un señor muy alto y muy delgado, todo vestido de negro.

-¿Qué quiere?

- Que como me has llamado, vengo.

-¿Que yo le he llamado?

-¿No acabas de invocar al Diablo?

- Sí.

- Pues aquí me tienes.

- ¡Ah!, pues pase y siéntese, que yo, de no estar jugando, no me hallo.

- Venga.

Se sentaron y jugaron una partida, y otra, y otra, le dejó limpio al Diablo.

-Bueno, yo ya no puedo jugar más: se me han acabado los cuartos. ¿Quieres que nos juguemos la vida?

Claro, como le había ganado el dinero, pensó:

«Pues la vida también se la gano». Así es que -¡Venga!

Se liaron: pin pan, pin pan... y aquella vez ganó el diablo. Le dijo:

-Bueno, ya sabes: te he ganado la vida, puedo disponer de ti. Necesito un criado.

-Sí, sí, pero déjeme siquiera despedirme de mis padres y ultimar algunos asuntos.

-Sea. Te espero en el Castillo de Oropel. El día que cumplas los diesisiete años tienes que estar allí; si no, saldré en tu busca y, no importa dónde te metas, te mataré .

Lisardo lo tomó en cuenta; hizo lo que tuviera que hacer y, la semana antes, cogió un caballo y salió en busca del Castillo aquel.

Iba de pueblo en pueblo, preguntando siempre por el Castillo de Oropel, pero nadie sabía dar razón de él. Hasta que ya, tras mucho andar, avistó un anciano que estaba sentado a la boca de una cueva. Tenía las barbas muy largas, muy largas: le llegaban a la rodilla.

- Buenas tardes, abuelo.

- Buenas tardes.

- ¿Sabría usted decirme dónde está el Castillo de Oropel?

-Pues no, hijo mío, nunca lo oí nombrar. Pero espera. Yo, como soy el Señor de todos los bichos de pelo, les preguntaré esta noche cuando acudan a recogerse, malo será que alguno no lo sepa.

Pero ninguno lo sabía. Así es que, cuando se hizo de día, lo despertó y le dijo:

- Mira, sigue este camino y llegarás a la orilla del mar. Allí vive un hermano mío que es mucho más viejo que yo; él te sabrá encaminar.

Después de andar todo el día, llegó hasta una cueva que se metía en el mar. A la puerta había otro anciano con unas barbas que le llegaban al suelo.

- Abuelo, ¿usted me sabría decir dónde está el Castillo de Oropel?

- Nunca lo oí nombrar. Pero quédate a dormir si quieres. Yo, como soy el Señor de todos los bichos de escama, les preguntaré esta noche; siempre habrá alguno que haya oído mentarlo. Pero ninguno sabía.

-Mira, sigue este camino y llegarás a una montaña. En lo alto vive un hermano mío que es mucho más viejo que yo; él te sabrá encaminar.

Pues, si largas eran las barbas de sus hermanos pequeños, ése ya no podía andar porque se le enredaban en los pies. Y tampoco él sabía...

-Pero quédate a pasar la noche si quieres. Yo, como soy el señor de todos los bichos de pluma, les iré preguntando conforme vayan llegando.

Primero, los pajaritos de colores. Nada. Después ya, los medianos. Tampoco. Por último, las águilas. Ni por ésas ...

-Todavía falta la más vieja: el Ave Tamaña; ¡lo que no sepa ella...!

Y sí que lo sabía...

- Por casualidad lo he alcanzado a ver; pero no he llegado hasta él, no alcanza mi vuelo tanto.

- Pues tienes que acercar mañana a este joven y ¡cuidadito con hacerle nada! -Y volviéndose hacia el muchacho, le aclaró-: Es que sólo come carne y, como no tenga otra cosa, lo mismo te come a ti.

Pues él se preparó: mató al caballo, lo hizo cuatro cuartos, los metió en un saco y, en cuanto amaneció, se montó en el Ave Tamaña y atravesó el saco en su cerviz.

Echó a volar, y volar, y volar, y..., cuando pasaban sobre la costa, dijo el ave: -¡Caaarne o, si no, te como! ¡Caaarne o, si no, te como!

Abrió el saco y le dio uno de los cuartos del caballo. A mediodía otra vez:

- ¡Caaarne o, si no, te como! ¡Caaarne o, si no, te como!

Volaban cobre el mar y no se le ocurrió otra cosa que decirle:

- Espera que me corte un mollete del culo.

- Bueno, déjalo; me encargó el Señor de los bichos de pluma que no te hiciera daño. Además, ya estamos llegando.

Enseguida se vio la costa y el Ave Tamaña se posó en una roca:

-Yo ya no puedo pasar de aquí, pero escucha atento lo que voy a decirte. Todas las tardes vienen a bañarse tres palomas; en cuanto se posen, verás que se abren el traje de plumas y salen tres muchachas. ¡Cuídate de ellas, son las tres hijas del Diablo! Tan sólo de la pequeña te puedes fiar; se llama Blancaflor. Si logras su ayuda, triunfarás.

Y diciendo esto, alzó el vuelo y se alejó.

Lisardo se escondió por allí y, al poco rato, vio que llegaban las tres palomas volando. Y fue primero la mayor y dijo:

- Yo, mujer. - Se quitó su traje de plumas, se quedó en mujer y se echó al agua.

A continuación ce posó la segunda y dijo lo mismo:

-Yo, mujer. -Se quitó el suyo y también se echó al agua.

Y como la menor se hiciera la remolona, empezaron las dos:

-Venga, Blancaflor, ven a jugar con nosotras.- ¡Con lo tibia que está el agua y lo buena!

Y ya, tanto le insistieron, que no le quedó más remedio que quitarse el traje y meterse. Al momento, él salió de entre las rocas, le cogió el traje y se volvió a esconder. Ya salían...

-Yo, paloma -dijo la mayor. Se metió en su traje y salió volando.

-Yo, paloma - la segunda. Igual. Y la menor, claro, no encontraba el suyo.

-Vamos, Blancaflor, que ya sabes que padre se enfada mucho si llegamos tarde.

-¡Pero venga, mujer! Hasta que ya les dijo:

- Bueno, id vosotras delante; ahora os alcanzo. Y ya que se quedó sola, dijo:

-Si el que ha cogido mi traje

me lo diera,

lo sacaría de todos los apuros

en que se viera.

-Mira a ver si es éste.

-Este mismo. A ver, ¿qué te pasa?

-Pues que me puse a jugar a las cartas con el Diablo, apostamos la vida y me la ganó. Y ahora tengo que ir a servirle al Castillo de Oropel.

-¡Ay, tonto, tonto! ¿A quién se le ocurre? Pero no te apures, que yo te voy a salvar. -Y es que Blancaflor sabía más que el Diablo; le daba cien vueltas al padre-. No digas que has estado conmigo. Yo me marcharé primero y, cuando haya pasado un rato, vas tú. Sigue este camino y, al trasponer aquel cerro, verás el Castillo de mi padre. -Y se fue.

Al cabo de un buen rato, llegó él llamando a la puerta del Castillo. Le abrió el Diablo...

-Así me gustan a mí los hombres: que sean cabales. Mira, ya me estaba poniendo las botas para ir a buscarte. Está muy bien. Ahora, cena y acuéstate.

A la mañana temprano, le llevó de almorzar.

-Lisardo, bien comer y bien beber, razón es que trabajes y no holgues.

-Lo que usted me mande, Señor.

Le señaló uno de los balcones.

- Asómate. ¿Qué ves?

- Una sierra muy agria.

- Pues me la tienes que desmontar hoy. Y sembrarla de trigo. ¡Y a mediodía tengo que tener el pan cocido a la mesa! Y si no me sirves a satisfacción, te cobro la vida.

Salió y se encontró a Blancaflor.

-¿Qué? ¿Qué te ha mandado mi padre?

-¿Que qué me ha mandado? Nada, que me mata y ya está. ¿Cómo voy a desmontar aquella sierra en el día! ¡Y roturarla! ¡Y sembrarla de trigo! ¡Y a tenerle el pan cocido en la mesa para el medio día!

-¡Bueno!,¿y por eso te apuras? Ve allí y espera, que ahora iré yo.

Cuando llegó arriba, ya estaba allí Blancaflor.

-Ahora tú duerme; déjalo de mi cuenta.

En cuanto se durmió, abrió un alfiletero y empezaron a salir diablillos, diablillos, diablillos...

-Diablillos, ja trabajar!

Unos se pusieron a arar, otros a sembrar, otros a segar, otros a trillar, otros fueron al molino, otros a amasar el pan... Cuando despertó, tenía una cestita de pan caliente al pie de é1.

Se lo llevó el Diablo...

-¡Ah !

O tú eres más diablo que yo

o por medio anda Blancaflor.

-Pues no, señor; ni soy más diablo que usted ni conozco a la tal Blancaflor.

-Bueno, está bien, come y tómate la tarde libre. A la mañana siguiente...

-Lisardo, bien comer y bien beber, razón es que trabajes y no holgues.

-Lo que usted mande, señor.

-Asómate a ese otro balcón. ¿qué ves en el patio?

-Un potro cerril que echa fuego por los ollares.

-Pues me lo tienes que volver un caballo de paseo. Y si no me lo domas a mi entera satisfacción, te cobro la vida.

Salió a su encuentro Blancaflor.

- ¿Qué te ha mandado mi padre hoy?

-¡Casi nada! ¿que le dome un potro cerril que echa fuego por los ollares!

-¡Bueno! ¿Y por eso te apuras? Vas a ir a cortar una carga de varas de avellano, ¡y dale leña al potro, que es mi padre! ¡Hasta que le rompas todas las varas en las costillas!

¡Le pegó una paliza...!, que ya, a lo último, cayó derrengado. Lisardo subió a su habitación y, al rato, llegó el Diablo cojeando, lleno de chichones y mataduras.

-¿Sigo? -preguntó Lisardo.

-Déjalo; ya estará bien domado. -Y es que no podía más.

O tú eres más diablo que yo

o por medio anda Blancaflor.

-Pues ni soy más diablo que usted ni conozco a la tal Blancaflor.

-Bueno, está bien. Ahora come y tómate la tarde libre. Por la mañana...

-Lisardo, bien comer y bien beber, razón es que trabajes y no holgues.

-Lo que usted mande.

-Asómate a ese otro balcón. ¿qué ves a lo lejos?

-El mar.

-Pues al mar se le cayó una sortija a mi tatarabuela; si me la traes para la noche, tienes licencia para irte a tu casa; si no, te cobro la vida.

Salió a su encuentro Blancaflor.

-¿Qué te ha mandado hoy mi padre?

-¡Buuu! ¡Ahora es ya cuando me mata! ¡Quiere que le busque una sortija en el mar!

-¡Ay!, esto sí que es para apurarse; pero, bueno, si lo haces todo como yo te diga, lo conseguiremos. Coge un dornillo y un cuchillo y espérame a la orilla del mar.

Cuando llegó, ya estaba allí Blancaflor, con una guitarra bajo el brazo.

-Bien, ahora escucha con atención -le dijo ella-: tienes que matarme...

-Eso no lo hago yo por nada en el mundo.

-¡Chss!, calla. Tienes que hacerlo; si no, te pierdes tú y me pierdo yo: los dos, que mi padre ya recela. Tienes que matarme. Y hacerme chichotas. ¡Pero que todo caiga al dornillo!; ¡que no caiga nada al suelo!, si no, alguna falta he de sacar. Y cuando me tengas bien picada, tira el dornillo al mar y a tocar la guitarra. Cuanto más fuerte toques, antes saldré yo con la sortija.

Él no quería, pero, al fin, la mató. Y la hizo chichotas. Pero no se dio cuenta de que un gotazo de sangre cayó al suelo. Derramó el dornillo en el mar, se lió a tocar la guitarra: ¡ran tan tan tran!, ¡ran tan tan tran!, ¡ran tan tan tran!, ¡ran...!, se quedó dormido. Ella asomó la cabeza:

-¡Lisardo! ¡Lisardo! -Y a las tres veces, despertó-. ¡Toca!, ¡por tu vida, toca!

Se puso de nuevo a tocar la guitarra y ella ya salió de las olas con la sortiIa en la mano.

-Mira, de la yema del dedo meñique se te ha caído un gotazo de sangre. iVes la falta? Pero no te preocupes, que eso precisamente nos va a ayudar. Llévale la sortija a mi padre. Llegó...

-Tome, la sortija.

-O tú eres más diablo que yo

o por medio anda Blancaflor.

-Pues ni soy más diablo que usted ni conozco a la tal Blancaflor. Yo cumplí con lo mandado, cumpla usted y déme la licencia.

-Irte te irás, pero antes has de casar con una de mis hijas.

Hizo tres agujeros en un ventanillo de madera y cada una de las hijas sacó un brazo.

-Elige.

-A ver. Esta palpo, ésta dejo, ésta tiento... y donde notó la falta del dedo, dijo-: ¡Ésta! Háganse las bodas.

-Bueno, bueno, suéltala; ya sabemos quién es.

-iAh!, no señor; que yo vea a las otras aquí fuera.

Así es que tuvieron que salir las hermanas y no hubo más remedio que casarle con Blancaflor.

Ya que estuvieron en su habitación, como ella sabía más que el padre, dijo:

-Lisardo, mi padre va a venir esta noche a matarnos; tenemos que huir. Ayúdame a poner estos pellejos de vino en la cama y ve después a la cuadra por un caballo. Verás dos: uno lustroso y el otro flaco. Pues tú tráete el flaco, que es el Pensamiento. El otro es el Viento y corre mucho, pero el Pensamiento siempre corre más. Mientras, haré yo la cama.

Pero lo vio tan sequito, que pensó:

-¡Cómo va a poder con dos personas!» Y cogió el Viento.

Ella arropó los pellejos y después echó una salivita en el suelo y fue en busca de Lisardo.

-¡Pero, hombre!, ¿cómo no has cogido el Pensamiento?

-Si es que está tan seco...

-Bueno está; ya no podemos perder tiempo.

Montaron en el caballo y salieron pitando. Le dijo el Diablo a la Diabla:

-Ya tienen que haberse dormido. Llamó a la puerta.

-Blancaflor, hija mía, ¿duermes o velas?

Y le contestó la salivita desde el suelo:

-¡Velo, padre, que todavía no duermo!

-Todavía están despiertos -le dijo a la Diabla. Al rato...

-Blancaflor, hija mía, ¿duermes o velas?

-Velo, padre, que todavía no duermo. -Pero ya un poco más bajo.

En fin, mientras la salivita tuvo jugo, contestó, pero, cuando quedó seca, sólo pudo decir: -Veéelo, paaadre...

-Ya está, ya están dormidos.

Cogió un cuchillo, entró muy despacio en la habitación, vio los dos bultos en la cama y, ¡zas, zas!, les metió dos puñaladas. Y le saltó un chorrillo de vino en la

boca:

-¿Sangre fría en gente viva? ¡Traición en mi casa!

-¡Bien te la han urdido! -dijo la Diabla-. ¡Y te habrán llevado el Pensamiento! Bajó a la cuadra...

-No, está aquí. Perdidos son.

Se montó en él. Dando cortes para un lado, para otro..., ya los iba alcanzando cuando el muchacho volvió la cabeza.

-Blancaflor, que nos ataja tu padre.

-Pues aquí mismo, ¡que el caballo se torne ermita, tú, ermitaño, y yo, campana!

Ya llegó el Diablo...

-Oiga usted, ¿no habrá visto pasar por aquí una pareja a caballo?

-Dilín, dilán,

a misa tocan,

¿quiere pasar?

-No, si yo no le pregunto eso; yo lo que le pregunto es si ha pasado por aquí una pareja a caballo.

-Dilín, dilán,

a misa tocan,

¿quiere pasar?

-¿Está usted sordo? -Ya, enfadado-: ¿que si ha pasado una pareja a caballo!

-Dilín, dilán,

a misa tocan,

¿quiere pasar?

-¡Cagajones para usted, tío sordo! -Y dio media vuelta.

Le preguntó la Diabla: -¿Qué, los has cogido?

-¡Qué voy a coger! Llegué a una ermita y había allí un señor que no sabía nada más que tocar a misa; y de ahí no lo pude sacar: estaba sordo o tonto.

-Anda, tú sí que estás tonto; ¡eran ellos!, él era Lisardo, y la campana, nuestra hija. Vuelve otra vez.

Ya que les iba alcanzando...

-Blancaflor, que nos ataja tu padre.

-Aquí mismo. ¡Que el caballo se torne huerta, tú, hortelano, y yo, hortaliza!

Llegó...

-Oiga, buen hombre, ¿ha visto pasar por aquí una pareja a caballo?

-Con el apio y la verbena,

persona enferma, al punto buena.

-No, si yo no le digo eso; yo lo que le pregunto es si ha visto pasar una pareja a caballo.

-Con el apio y la verbena,

persona enferma, al punto buena.

-¡Mierda para usted, tío sordo! Volvió al Castillo.

-¡Qué, los has cogido?

-¡Qué voy a coger! Pregunté a un hortelano sordo que sólo sabía decir:

Con el apio y la verbena, persona enferma, al punto buena.

-¡Ah, tonto, tonto! El hortelano era Lisardo, y la hortaliza, tu hija. Ahora voy yo -dijo la Diabla. Salió tras ellos...

-¡Ay, Blancaflor!, ahora quien nos ataja es tu madre.

- Toma esta horquilla y tírala por la cola del caballo.

La tiró y se formó un bosque de horquillas, que le costó a la Diabla mucho tiempo y muchas heridas atravesarlo. Pero pasó.

-¡Ay, Blancaflor!, que nos ataja otra vez tu madre. Le dio un puñado de sal y le dijo:

-Tira esa sal por la cola del caballo.

La tiró y se volvió un desierto de sal, que se le metió a la Diabla por las heridas. ¡Daba unos bramidos que temblaba la tierra! Pero siguió.

-¡Ay, Blancaflor!, que nos ataja otra vez tu madre.

-Tira este pañuelo por la cola del caballo.

Lo tiró y se abrió un mar a su paso, que no podían cubrirlo ni las águilas. Y ya que no lo pudo pasar, empezó a llamarla:

-¡Blancaflor! ¡Blancaflor! ¡Rodea la cara siquiera, que me despida de ti!

Y le dijo é1:

-Anda, despídete, que es tu madre.

-No la miro, porque, si la miro, me aborreces.

-¡Cómo te voy a aborrecer? Tú contéstale, que yo no te aborrezco.

Y tanto insistió que ya volvió la cara. -¡Mande usted!

-¡Aborrecida te veas como yo me veo!

Ellos siguieron viaje hasta que llegaron al pueblo de Lisardo. Pero, antes de entrar, como iban con la ropa toda destrozada, le dijo él:

-Mira, tú te vas a quedar aquí y yo voy a buscarte ropa para que entres un poco decente.

-¡Ay!, como te vayas, me aborreces.

-¿Aborrecerte yo? ¡Vamos, qué cosas tienes!

-Pues, mira, te encargo que no te dejes abrazar por nadie, ni siquiera por tu familia.

Apareció en el pueblo y, claro, todos querían besarlo y abrazarlo...

-¡No quiero besos ni abrazos, que me está esperando mi novia!

Pero llegó su abuela por detrás con su garrotilla...

-¡Ay, mi nietecito! -Y lo abrazó.

Ya no se acordó más de Blancaflor. Y le dijeron los padres:

-¿Pero no decías que traías novia?

-¿Novia? ¿quién, yo? ¡Yo no tengo novia ninguna!

Pues como no iba a buscarla, ella se puso de modista. Y como lo dominaba todo, enseguida tuvo mucha fama. Y él, pasó un poco de tiempo, se hizo novio con otra de allí, del pueblo. Y ya que decidieron casarse, le dijo é1 a la novia:

-¿Por qué no le encargamos el traje a esa modista forastera, que creo que cose muy bien?

-Pues sí, has pensado bien.

Les hizo un traje tan, tan bonito, que los novios acordaron invitarla a la boda. Y la sentaron a su mesa. Y ya que terminaron de comer, dijo él:

-Bueno, ahora todos a contar un chascarrillo.

Y la modista pidió permiso para hacer una función con dos muñecos de trapo que había llevado.

-¡Ay, sí!, ¡sí! -todos-. ¡Que la haga! ¡Que la haga!

Pues sacó los muñecos. Y eran un varón y una hembra: él se llamaba Lisardo, como el novio, y ella, Blancaflor, como la modista. Puso los muñecos en la misma mesa de los novios y empezaron a hablar ellos solos:

-¿Te acuerdas, Lisardo, que mi padre te mandó sembrar de trigo una sierra?

Y el muñeco se quedó pensando.

-¡Ay, sí, sí!, algo recuerdo.

-¿Y te acuerdas cuando te mandó domar aquel potro cerril?

-Sí, sí que me acuerdo.

-¿Y cuando te mandó a buscar la sortija en el mar?

-Sí que me acuerdo.

-¿Y que te advertí que si te abrazaban me habías de aborrecer?

Y ya el novio, el de verdad, que había ido recordando a la par del muñeco, tomó la palabra y dijo:

-Señores, ésta es mi verdadera mujer, que es la que me ha salvado de todo lo malo.

Y aprovechando que ya estaban allí el cura, sotacura, obispo y arzobispo, casaron a Lisardo y a Blancaflor. Y fueron muy espléndidos con todos. A mí me regalaron unas alpargatillas para que viniera a contároslo; nada más que, como eran de manteca y hacía mucho calor, se me derritieron por el camino: llegué aquí descalzo y todo.

 

 Puedes ver un exhaustivo análisis del cuento de Blancaflor en relación con el mito de Medea en Internet.

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