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EL DESTERRADO (0x00)

 

Maggie MacManus decidió que ya era hora de irse a la cama. Recogió la labor que había estado remendando, colocó los hilos en el cestillo y echó una última mirada a los rescoldos del fuego que ya no calentaba. Se arrebujó en su mantón para enfrentarse al frío del corredor. Sin querer pensar en el silencio triste de la casa, cogió el candil en sus manos enrojecidas y, cansadamente, se levantó de la silla para dirigirse a su dormitorio.

 

 

 

Llevaba horas vagando sin rumbo, sin tener clara conciencia ni de dónde estaba, ni casi siquiera de qué pensaba. Su mente la ocupaban de forma absorbente los últimos acontecimientos que habían cambiado su vida. En realidad, ni siquiera tenía vida, ya. Y era curioso porque, aunque durante un tiempo eso le había parecido un extraordinario regalo, ahora se daba cuenta de que era otra forma de condena. Pero tampoco quería pensar en ello.   

Debería no pensar. Debería dedicarse a cazar. Tenía que aprender a sobrevivir por sí mismo. Tenía que demostrarle a Angelus que no era el niño asustadizo que aparentaba. Aún le quemaba el orgullo y... –no quería confesárselo- también una aprensión muy parecida al miedo.

Sí, debería dedicarse a la caza. Unos pocos días antes su nuevo poder le había parecido el elixir más excitante y se había embriagado con el hecho de tener a su alcance la realización de cualquier deseo. Unos días antes había experimentado nuevas experiencias (sexo, amor, muerte) y todas le habían parecido embriagadoras.

Pero ahora... ¡No estaba dispuesto a seguir dependiendo de los otros para alimentarse!  Sí, iba a demostrar de lo que era capaz. Se lo había propuesto.

Se lo había propuesto, pero de momento sólo el más penoso fracaso había acompañado sus expectativas. Había apostado por un lance seguro, lo más seguro de que se sentía capaz y, por eso había elegido una presa fácil: una mujer. Una prostituta estaría bien. Si aún no había encontrado cliente, estaría sola y nadie la echaría en falta. Como él, buscaría pasar desapercibida entre las sombras, nadie la ayudaría y sería un objetivo asequible para un vampiro novato como él. No podía fallar. Por eso, se dirigió a los barrios de mala reputación, la zona de la ciudad que nunca había pisado mientras vivía y buscó allí su oportunidad.

Había un par de chicas riendo en una esquina. Cuando se separaron, eligió al azar a cuál seguir. La muchacha avanzaba canturreando mientras jugueteaba con los flecos de su chal. Se aseguró de que nadie los veía y cuando dobló una esquina, se apresuró para abordarla.

-    Hola, guapo –le sonrió ella.

William no respondió. Tuvo una brevísima vacilación antes de transformar su rostro e inclinarse amenazador sobre la chica. Fue una torpeza que significó la salvación de la muchacha. Con unos reflejos envidiables, consiguió zafarse de la mano masculina que avanzaba para aferrar su brazo y salió corriendo mientras sus gritos escandalizaban todo el barrio.

 

William retrocedió entre las sombras procurando pasar desapercibido. Se maldijo. Cómo podía ser tan torpe. No había contado con la fuerza de los pulmones de la chica, pero sobre todo, no había contado con su indecisión, con la desorientación estúpida que le había causado el que ella lo saludara y le sonriera y luego se había precipitado, antes de asegurarse de retenerla. ¡Dios! Cuántos errores. Inevitablemente se preguntó cómo lo habría hecho Angelus. Bueno, para empezar, seguro que la habría poseído antes de matarla. “Hay que divertirse” le había dicho. Desgraciadamente, él estaba aún en la fase de sobrevivir.

Vio el corrillo de parroquianos que rodeaban a la chica y a ésta gesticulando entre gritos y lloros. Antes de que los cuatro o cinco hombres que se habían reunido decidieran investigar en la dirección que la muchacha señalaba, William decidió escabullirse en silencio.

Mientras se alejaba, sentía que al hambre se unía la humillación del fracaso y, sobre todo, el recuerdo de las recientes burlas que había soportado y de las que sin duda aún se añadirían.

 

 

 

Maggie MacManus era una mujer valiente. Nunca había tenido miedo, aunque sí bastantes motivos para ello, y no pensaba empezar ahora, ya casi en el umbral de la vejez. Desde que era una niña le había tocado bregar con una vida dura que había aprendido a sobrellevar con naturalidad, casi sin darle importancia. Trabajo, pobreza, momentos de dolor y, de vez en cuando, algún momento de alegría que se saboreaba más por saber muy bien que era de lo poco bueno que se podía sacar de la existencia. Una vida como la de la mayoría pensaba ella, quizás un poco más difícil de lo normal, pero tampoco era para quejarse. Las dificultades habían forjado su carácter pragmático y resuelto y ahora, en su más que madurez, pocas cosas había ya que la asustaran. Así que el silencio y la soledad, eran sólo compañeros un tanto opresivos, pero, de ninguna manera, temibles.

 

 

William continuaba su paseo sin rumbo por la noche. Los cercos de luz amarillenta de las farolas eran meras balizas tristes en el mar de la noche londinense. En lugar de disipar la oscuridad, sólo le ponían un halo lúgubre y sucumbían sin remedio ante la combinación de niebla y sombras de las callejuelas.

-       ...Yo te he convertido para estar los dos solos, William.

       Drusilla había acompañado con un mohín de niña enfurruñada las palabras que dirigía a su nuevo amante mientras él le abría la puerta del salón. Había sucedido apenas unas horas antes.

       De detrás de la butaca emergió la cara risueña de Angelus, a quien el respaldo de su asiento había ocultado.

-          ¿Los dos solos? –preguntó irónico- Qué poco generosa, Dru. Hay que compartir.

      La irónica recriminación de su sire, iluminó el rostro de Drusilla. Se acercó al lugar donde estaba el vampiro moreno que enlazó su talle y la sentó sobre sus rodillas.

      - Angelus - Dru rió feliz, dejándose acariciar por su amo como una gata satisfecha.- No me refería a ti.

 - Ya lo sé- sonrió Angelus- Sé que era una broma porque nosotros somos una familia bien avenida, ¿verdad, Willy?

     La expresión del vampiro neófito era tan sombría que Angelus sintió el irreprimible deseo de disfrutarla aún más. Obligó a  Dru a inclinarse sobre él y la besó en la boca demoradamente, mientras su mirada burlona se centraba en la figura del joven plantado ante él, que, inmóvil, sostenía su reto en una tensa inmovilidad. Apretaba sus dientes y el fulgor de sus ojos reflejaba toda la ira, humillación y rabia que lo inundaban. Sin embargo, no se movió lo más mínimo. Tampoco dijo nada. No era la primera vez  que veía a Angelus comportarse con Drusilla como su dueño y señor y a golpes había aprendido que más le valía no discutir eso. Sin embargo, era evidente cuánto le mortificaba verlo manosear a su amada y qué gran esfuerzo tenía que hacer para mantener aquella apariencia de calma. También era evidente que Angelus se recreaba en su furia mal contenida. Finalmente separó sus labios de los de Dru. - Estabais discutiendo.¿Por qué?

-          No es asunto tuyo – replicó William.

Angelus sonrió. Le encantaba saberlo tan enfadado y que tuviera que tragarse el orgullo. Y le encantaba aún más aquella rebeldía que siempre estaba a punto de aflorar en el joven y que tantos esfuerzos le costaba reprimir. Ignorando su protesta, se dirigió a la muchacha, con su tono más conciliador y paternal.- Anda, Dru, dime por qué se disgustan dos jóvenes tan enamorados como vosotros.

           -         ¿Sabes lo que ha hecho William?

           -            No, si tú no me lo dices.

     William hubiera querido pedirle que callara, o quizás marcharse de allí y dejar de ser motivo de mofa para Angelus. Daría cualquier cosa por evitar que el jefe del clan continuara humillándolo pero sabía que huir o protestar sólo haría más airada su situación. Siguió inmóvil y silencioso, esperando el desarrollo de la conversación.

           -    ¡Ha convertido a su madre! ¿No te parece una desconsideración hacia mí?- Drusilla apelaba mimosa a la autoridad de Angelus.

William bajó la vista  y apretó los labios. Afortunadamente, Dru no sabía nada más. No sabía cómo había vuelto días después para encontrarse  con aquel ...ser repulsivo que habitaba el cuerpo de su madre ni que entonces él...

       Dru continuaba refiriendo sus quejas:

       - Mis flores se marchitarán. Las estrellas no sonríen si la señorita Edith tiene miedo. Ella estará triste si llevamos cosas viejas e inútiles. Todo tiene que ser bonito y radiante. Y además, William no me lo había dicho. Simplemente, fue y la convirtió ante mí. Debería haberme preguntado, ¿verdad Angelus?

-    Así que tú también has empezado por matar a tu madre. –Angelus lo miraba con su media sonrisa, que ahora parecía ligeramente apreciativa. William sintió náuseas.- Cumplir con ese deseo parece casi una tradición entre nosotros.

Reunió todo su aplomo y su ira para desmentir con un tono que el resentimiento teñía de oscura gravedad.

- Matar a mi madre nunca ha sido mi deseo.

       -  Ah, es cierto. Dru no ha dicho que la hayas matado, sino que la has convertido. Curioso. –William se dio la vuelta y se encaminó en silencio hacia la salida. No soportaba más. A su espalda, sonó la voz de Angelus.- Y a juzgar por tu aspecto desolado... no ha salido como tú esperabas, ¿no?

Se detuvo, notando que las fuerzas le fallaban.

     - No -musitó de forma casi inaudible.

    Angelus se acercó junto a él y posó suavemente su mano sobre el hombro de William. El joven sintió que el gesto amistoso desmoronaba la coraza tras la que intentaba parapetarse siempre que Angelus se le acercaba. Había aprendido que no podía confiar en él, pero su sola cercanía, el contacto en su hombro de quien le había prometido amistad estaba a punto de hacerle naufragar en aquella soledad inmensa que le ahogaba cada vez que pensaba en su madre.

-    ¿Por qué lo hiciste?

-    Era mi madre.- La explicación debería de ser obvia.

     - No, no lo era.  No hay madres ni padres, ni familia, ni amigos ni afectos en esta existencia nuestra. Es lo primero que debes aprender. Son sólo debilidades. Ahora estás solo y tú eres lo único que debería importante. Diviértete cuanto puedas. Si puedes.

 

 

       Intentaba quitárselo de la mente. Olvidar. Ahora el pasado no contaba. Aunque el pasado fuera tan cercano y le quemara en los recuerdos.  No existía ya. Se había disuelto instantánea y brutalmente, como el cuerpo de su madre. Lo único que importaba era la nueva existencia que se abría ante él. Ser fuerte y poderoso, exprimir cuanto le ofrecía la existencia, que era tanto. Aprender las lecciones de Angelus. Aprender para estar a su altura, para no ser nunca más el niño ingenuo del que tanto se reía. Divertirse, tomar cuanto se le ofrecía o arrebatarlo si algo se le negaba. Apurar la vida que ya no tenía, igual que se apropiaba de la sangre de sus víctimas.

 

 

Llevaba toda la noche buscando un lugar oportuno para apostarse al acecho, y, de pronto, sin saber cómo se encontró en sitio bien conocido. El disgusto y la añoranza se le entremeclaron, provocándole sentimientos encontrados.

Era como una polilla revoloteando una y otra vez en torno a la misma hoguera. Por tercera vez regresaba al mismo lugar, seguro que tan equivocadamente como en las dos anteriores. Debía alejarse para siempre, romper el lazo de una vez por todas, cortar el cordón umbilical y decidirse a nacer. Pero algo en él, algo que no debería estar en su interior, le impelía a regresar. ¡Cómo se reiría de él Angelus si se enterara!

 

Con absoluta claridad comprendió que necesitaba despedirse de aquel lugar.

 

Desde la distancia, apostado en las sombras, sin atreverse a salir al cerco de luz mortecina de los faroles, recorrió con la mirada cada rincón del edificio, como intentando grabarlo en su retina: la hiedra de la fachada, el forro de raso de las cortinas que podía distinguir a través de los cristales, la entrada con la losa levantada bajo la jardinera donde sabía que aún estaría escondida la llave de su casa. De la que había sido su casa.

       De pronto, a través de los cristales vio temblar una luz en la planta baja. Era imposible que nadie ocupara tan pronto la vivienda. No habían tenido tiempo de ponerla a la venta. Apenas habían pasado unos días desde que él se había ido y desde que su madre... ya no estaba. ¿Serían ladrones?

         La curiosidad le llevó a acercarse poco a poco hacia allí. Con habilidad de lobo al acecho, se deslizó entre la niebla hasta ganar la entrada y sigilosamente se coló en el interior. De siempre sabía los sitios exactos en que las maderas viejas crujían y ahora había aprendido a ser cauteloso como los animales de presa. Fue acercándose hasta la zona donde había visto la luz dispuesto a sorprender al intruso. Levantó un picaporte.

       La sorpresa fue tan grande para el joven como el susto que él provocó.

          -     ¡Maggie! ¿qué haces aquí?

          -   ¡Señor! – En cuanto se recuperó del sobresalto, la mujer se le acercó sonriente con ímpetu de abrazarlo. A mitad de camino, sin embargo, quizás por la quietud del joven o porque la alegría seguía subordinándose a la diferencia de clase, se paró en mitad del corredor- ¡Santo Dios, qué alegría me da, señor! No sabía dónde se había metido. Pensaba que... no sé, que algo malo les había pasado a la señora y a usted.

         -      Has vuelto...

        -      Sí, claro. ¿Cómo no iba a volver?  Se acuerda de que mi hermana se había puesto enferma y por eso tuve que marcharme, pero ahora ya está mejor. ¡Vaya susto que nos dio! Parecía que iba a dejar este mundo y resulta que ya anda dando guerra y tan insoportable y gruñona como siempre. Así que me volví a Londres porque ya no la aguantaba más – La sonrisa de la  mujer cobró el calor de una ternura especial.- Bueno por eso y porque ¿cómo iba a estar tanto tiempo lejos de ustedes?

Maggie, se arrebujó aún más el manto marrón que cubría sus ropas humildes. La luz del candil que sostenía en la mano alargaba su sombra en la pared del fondo. Frunció el ceño ligeramente reprobadora.

-    Pero para sustos, el que me han dado ustedes. La casa vacía, ni un aviso, ni una nota, nadie que me diera noticias... Los vecinos me dijeron que usted había desaparecido y que la señora estaba muy preocupada, pero que luego volvieron a verle y oyeron ruidos y músicas y luces, y que luego, otra vez, silencio y nadie que respondiera a la puerta. Estaba ya pensando en avisar a Scotland Yard. Con todos esos crímenes horribles y esas historias que se cuentan, tenía ya el corazón en un puño ¡Menos mal que ya ha aparecido! ¿La señora está también con usted?

William bajó la cabeza, incapaz de decirle a la buena mujer la terrible verdad, pero incapaz también de mentirle. Sólo consiguió musitar un monosílabo.

- No.

-    Pero - insistió ella- ¿está bien?

-    Ahora sí. – La voz del joven era tan baja que casi no se oía- Ahora está bien.

Maggie MacManus comprendió que algo terrible tenía que haber ocurrido, pero también que no era el momento de preguntarlo. Quizás la enfermedad de la señora había empeorado, quizás... Ya se lo diría el señor, cuando lo considerara oportuno. No quería presionarlo. Afortunadamente él estaba bien. Físicamente bien, al menos, aunque ella lo conocía demasiado para no darse cuenta de que algo grave le ocurría. Aquella seriedad, aquella forma de hurtarle la mirada...

-    ¿Ha cenado?

-    No.

-    Bueno, entonces habrá que arreglar eso. Llegué ayer y no he tenido tiempo de comprar nada, pero algo quedará en la alacena.

-    No te molestes, no voy a comer nada.

-    Aunque sea una taza de té.  Pondré la tetera para los dos, si le parece, señor. Venga, acompáñeme.

Como él no se movía, Maggie se acercó un poco más para tomarle una mano.

-    Pero, señor, si está helado de frío. Vamos a la cocina. Encenderé el fuego y entrará en calor antes de ir a dormir.

 

 

Con la costumbre de muchos años de práctica, Maggie dispuso las leñas y las encendió con un papel. Avivó las llamitas que empezaban a lamer las astillas y después añadió más maderas. Cuando el fuego cobró fuerza echó una paletada de carbón, y colocó la tetera con agua. De vez en cuando miraba de reojo a William que parecía cada vez más ausente, sentado en una silla, con la cabeza hundida entre los hombros, y los labios dibujando una pálida línea firme y tenaz.

 

Pero ¿qué le pasaba? Maggie tuvo que morderse la lengua más de una vez para no interrumpir el terco silencio del joven. Se había sentido tan aliviada al verlo aparecer... pero ahora, casi le preocupaba más verlo así, callado, triste, como ido. Sí, algo terrible tenía que haberle sucedido. Y ¿dónde estaba la señora? 

 

Pero, Dios le perdonara, ni siquiera lo que le hubiera ocurrido a la señora la angustiaba tanto como lo que le pudiera pasar a su William. Porque para ella el señorito William siempre había sido su hijo, aunque no lo hubiera traído al mundo. Habían pasado tantos años y sin embargo recordaba a la perfección el día en que llegó a la casa con su Agnes en brazos. Sola y reciente madre, igual que la señora. Claro que las dos eran muy diferentes: la una, una dama, que unía a su salud frágil la pena de haber perdido a un esposo amado. La otra, ella, una campesina ignorante, hecha a trabajar desde cría y casi aliviada de que el gandul de su hombre la dejara cuando su tripa aumentó demasiado.  Nunca le había dado otra cosa que disgustos, borracheras y palizas. Bueno, y a su Agnes. Eso sí fue un regalo maravilloso. Era una niñita preciosa. Rolliza, morenita, fuerte... Todo lo contrario que el señorito William. Él siempre había sido más bien débil. Quién hubiera dicho que su Agnes se iría al cielo tan pronto y que sólo quedaría William para recoger todo el cariño de las dos mujeres que lo idolatraban.

 

El té estaba ya listo. Buscó el azúcar y unas cucharillas y lo colocó todo en la mesa junto a William. El joven pareció volver de su ensimismamiento y musitó un gracias distraído cuando la mujer depositó en sus manos la taza humeante.

-          Qué frías tiene las manos, señor.

-          Hace frío...

-          No tanto. Es sólo octubre. – Maggie ya no pudo más. Cruzó con gesto de impaciencia los brazos sobre el pecho -Vamos, señor. Le he cambiado los pañales y le he alimentado con mi leche. Puede decirle lo que ocurre a la vieja Maggie.¿Es esa señoritinga de Cecily, verdad? Señor William, usted vale mucho más que ella, aunque su padre esté forrado. Debería olvidarla. De verdad que esa engreída no merece la pena.

     ¡Cecily! Por primera vez, William esbozó una sonrisa. Qué estúpido y lejano le parecía su enamoramiento.

-          Aunque no me creas, la he olvidado por completo. Estoy bien, de verdad.  

 

      “Sí, bien como cuando volvió de Eton, ¿verdad?” –pensó la mujer. Lo recordaba a la perfección. Era un niño. La señora había estado ahorrando durante años para pagar sus estudios en el prestigioso centro y poderle comprar ropa adecuada.  El señor Foster había empleado horas y horas haciéndole traducir a los clásicos y, poco antes de marchar, había asegurado que el jovencito podría dar lecciones a más de un estirado profesor, pero a Maggie MacManus le dio el pálpito de que no era latín lo que necesitaría su William para encajar entre los orgullosos retoños de la alta sociedad británica. Y cuando regresó en aquellas vacaciones de Navidad, le bastó una ojeada a la tristeza indefinible que se había instalado en su mirada para saber que no había encajado. “Estoy bien”- dijo él también entonces. “Eton es fabuloso y todos me quieren y he hecho muchos amigos”. Y sonrió a su madre, pero a la señora MacManus no pudo engañarla. Pobre William. Él no lo sabía, pero la señora MacManus veía con la claridad de la gente del pueblo, que el chico era demasiado bueno para encajar en un mundo mezquino. Se le partió el corazón porque desde aquel mismo momento Maggie supo que toda la existencia de su niño sería así: desprecios, humillaciones, indiferencia, ...golpes de los que duelen en el cuerpo o de los que duelen en el alma, que para él serían siempre mucho peores. La buena mujer habría dado años de los que le quedaban de vida para evitarle sufrir tanto. Al menos ahora estaba ya en casa. En su hogar.

 

 

 

-No hay hogar ni patria a donde regresar. La vida te ha expulsado de entre los suyos, William. Tienes que comprenderlo.– le había dicho Angelus y William se había vuelto hacia él ansiando el apoyo paternal que creía entrever en aquel consejo, pero al instante la expresión del otro vampiro se volvió de nuevo desapegada, con la frialdad de quien consideraba intrascendente todo lo que no fuera su persona y su placer- Aprende. No somos débiles. Lo bueno que tiene la no vida es que puedes divertirte. ¿Ser aburrido? Eso es lo último. Diviértete cuanto puedas. Si puedes. - Su sonrisa se hizo más abierta y también más dura, el contacto en su hombro, más intenso, casi inquietante en su ambigüedad - Yo me divertiré contigo, te lo prometo.

       William le miró desconcertado, sin entender muy bien cómo había desaparecido aquel espejismo de intimidad que había creído entrever. Quizás sin entender cómo había podido sucumbir a él otra vez.

       Angelus seguía hablando:

       - Espabila, chico. Eres patético, pero aprendes rápido. Aún te falta mucho, pero te enseñaremos. Yo me encargaré de que aprendas. Vamos a pasear juntos por el infierno y yo seré tu guía. – le prometió. El dedo de Angelus, sonrisa sardónica que a William le pareció difícilmente soportable, descendió por su pecho abriéndose camino bajo su camisa mal abotonada. Puso un escalofrío en su piel. Algo parecido a la náusea por cuanto aquella caricia demorada y suave tenía de perverso. Con gesto poco amistoso apartó la mano de Angelus intentando sostenerle la mirada. Él debía de estar esperando el rechazo, porque, como si le satisficiera la excusa, sonrió. Saboreando un placer previsto pero igualmente incitante, se recreó buscando la sombra de miedo en los ojos del joven. Allí estaba, disimulada en vano bajo apariencia de orgullo. Su sonrisa se hizo más amplia, levemente despectiva, pero sobre todo, satisfecha. Entonces, en un movimiento rápido e inapelable, lo cogió de las solapas y lo empujó contra la pared. Atenazándole con sus brazos de acero, lo inmovilizó allí. El rostro del irlandés a centímetros de su cara:

-    Si yo te digo que bailes, tú pregunta sólo con qué música- Cualquier sombra de expresión humana había desaparecido de aquel rostro. Sólo quedaba la ausencia de vida en sus rasgos, la frialdad, refugiándose, sin embargo, en sus ojos fulgurantes y una fuerza tan poderosa que sólo podía ser demoníaca - ¿Lo has entendido, Willy?

Haciendo acopio de la poca presencia de ánimo que le quedaba, William consiguió articular:

-    Suéltame.

La carcajada de Angelus retumbó en la estancia.

-    ¿Por qué había de hacer eso? ¿Porque tú me lo pides?

El muchacho no respondió. Necesitaba de todo su valor para no dejarse subyugar por aquella mirada de ave de presa. Afortunadamente, fue el otro quien abandonó el juego. Su sonrisa se relajó y le soltó no sin antes dedicarle un pequeño puñetazo en la sien, un golpe como sin importancia, apenas el cachete que se propina a un chiquillo díscolo.

      William irguió aún más la cabeza y la echó hacia atrás despejando con el movimiento los mechones castaños que caían sobre su frente. A Angelus, que ya se iba, el gesto retador le hizo gracia. Volvió sobre sus pasos para encararse de nuevo con el joven.

-    De todas formas, ahora que lo pienso, aún no me has dicho si lo entiendes. –Estaban muy cerca. Demasiado. La mano de Angelus, ascendió despacio hacia la frente donde antes le había golpeado y, con gesto tan demorado y suave como su voz, recolocó los cabellos rebeldes del joven.- ¿Lo entiendes, William? – Su tono acariciante era tan sugestivo y afilado como la amenaza que latía en sus palabras. La sonrisa dejó de nuevo paso a una seriedad estremecedora -  En realidad es bastante sencillo: Aquí, la única ley es mi capricho.

 La mano de Angelus resbaló por el cuello de William, al tiempo que la sombra de una sonrisa maligna volvía a distender sus labios. De pronto los dedos del vampiro moreno apresaron su nuca y, sin que William pudiera hacer nada para evitarlo, atrajeron con fuerza su cabeza para besarle en la boca.

 

Tras el beso, sucio, duro, Angelus se quedó un instante observándolo. William, asqueado, aterrado, tuvo que bajar los ojos,. Angelus paladeó su victoria.

-Ahora sé que sí lo has entendido.

 

 

 

Maggie se sentó junto a William y para ello retiró de la silla el costurero con el que había estado trabajando. Lo depositó suavemente en el suelo, pero entonces algo llamó la atención del joven que se inclinó a  recogerlo. Del interior de la caja, entre botones, hilos y retales, tomó una pequeña prenda de terciopelo granate y encajes marfileños. 

Era el traje de la muñeca favorita de su madre. La había comprado durante su embarazo argumentando que quizás fuera una niña lo que naciera. William siempre había pensado que, en el fondo, sólo había sido una excusa para comprársela ella y cumplir un capricho añorado desde la infancia.

Maggie había estado cosiendo una cinta desgarrada a la delicada ropita.

-     La encontré en el comedor- comentó. William asintió sin pedir más explicaciones. No las necesitaba. Recordaba vagamente que Drusilla había recorrido la casa revolviendo todos los rincones y buscando tesoros con los que dejar vagar su imaginación. Y recordaba que él se había emborrachado con su risa y que se había entregado a colmarla de caricias en cada estancia, rodando sobre las alfombras, mendigándole besos y explorando la maravilla de su cuerpo blanco. 
    Era cuando su nueva existencia le parecía una fiesta excitante y sin final. Se había creído entonces poderoso y sin preocupaciones. Durante unos pocos días había apurado el placer y sobre todo el poder, había besado los labios de Drusilla y en sus brazos pálidos había conocido placeres desconocidos, se había emborrachado sintiéndose dueño de la vida y de la muerte, pero...  pronto había comprendido que aquello no era gratis. De la forma más ruda le habían despertado del sueño. La inmortalidad se había convertido en una condenación sin fin. Su idolatrada Dru... la había visto en la cama de Angelus. Su madre... había creído poder salvarla, pero sólo la condenó para siempre.         
    - Es increíble lo revuelto que estaba el cuarto de juegos –continuaba Maggie. Sus palabras tuvieron el efecto balsámico de ahogar por un momento aquellos pensamientos que lo anegaban en un dolor abrumador. – Mientras lo recogía todo, me puse a recordar cuando usted era niño – La  expresión de Maggie se hizo aún más soñadora - ¿Se acuerda, señor? De pequeño su madre iba a leerle cuentos antes de dormir y yo ... me quedaba mirándoles embobada... Eran tan bonitas las historias que leía la señora... Y luego usted, un poco mayorcito, se las inventaba. Decía que la señora era la reina de las hadas y... bueno, a mí me convencía porque ciertamente la señora siempre me pareció una reina y usted,... hacía magia con las palabras.

       No debería engañarse. Si había vuelto era porque había sentido pánico. Porque Angelus le había  abierto los ojos y el vértigo del nuevo abismo que se abría ante él lo había empujado a esconderse otra vez en su refugio de niño. Pero ya no era un niño, ni siquiera era humano y tendía que empezar a asumirlo. Tarde o temprano tendría que fundirse con su nueva naturaleza y emprender su camino sin mirar más atrás. Comportarse como lo que realmente era. Y tendría que hacerlo pronto. Ya. Debería quizás... rasgar el cuello de Maggie y saciar en ella su hambre.

 Los vampiros no se veían en los espejos, pero él estaba aterrado de verse porque la verdad que no quería confesarse era que la única cosa que le daba más miedo que Angelus era él mismo.


William sonrió a pesar de que  el recuerdo del pasado le hería, igual que le hería el cariño de Maggie. Era difícil de soportar saber que lo había perdido para siempre. Que no lo merecía. Que recibir sus palabras afectuosas, su compañía, era saquear un tesoro ajeno. Si Maggie supiera la verdad, lo echaría aterrorizada. Debería tener la decencia de no aprovecharse de algo que ya no le correspondía. Pero William se sentía incapaz  de alejarse definitivamente. 

      Hacía tanto frío. Se ciñó más el gabán oscuro que no se había quitado. Maggie, con las mejillas ya sonrosadas por el calorcillo que empezaba a empañar los cristales de la cocina, le miró sin comprender cómo un hombre joven y sano como William no entraba en calor. Transmitía tal sensación de fragilidad que encogía su ánimo.

-          Acérquese al fuego. ¿Se encuentra bien? Quizás esté enfermo...

-          No te preocupes por mí.

-          Cómo no me voy a preocupar... Está usted muy raro, señor.

-    Es sólo que ... mi existencia ha cambiado. Ahora tengo nuevos amigos.

-    Puede traer a sus amigos a casa.

-    ¡No!- interrumpió la sugerencia con tal rapidez que se vio obligado a dar una confusa explicación- No sería... apropiado.

-    Ya. Entiendo. ¿Sus amigos son otros de esos gandules estirados con demasiado dinero para entrar en una casa como ésta, que sólo es decente, pero que no tiene docenas de sirvientes y vajillas de oro?

-          No. No es eso, Maggie. No es eso.

Maggie reparó entonces en un pequeño detalle. Se inclinó hacia él y apartó un mechón rebelde que caía sobre su sien.

-    Tiene usted un golpe. – La sospecha empequeñeció los ojillos de Maggie MacManus - ¿Han sido sus nuevos amigos? ¿Éstos son también como los de Eton?

-    No. Estos son diferentes.- William no pudo evitar imaginarse a Angelus en Eton. Desde luego, él no habría tenido ningún tipo de problemas allí. Nadie se habría reído jamás de él: a las primeras de cambio, se habría cargado a la mitad de los alumnos y al claustro al completo. Forzó una sonrisa.- Me están enseñando. Ahora soy más fuerte de lo que nunca habría soñado.

-    Usted nunca ha sido así. No necesita ser fuerte. No está en su naturaleza pelearse como un vulgar matón de taberna.

-    Te equivocas. Ahora soy poderoso. – Un fulgor nuevo brilló en los ojos de William.- Ya nadie podrá reírse de mi impunemente. Ningún... ser humano.- Sobrecogía la luz de odio, algo demoníaco, como un arrebato de locura, que se agazapaba en los hermosos ojos de su pobre William. El fuego ponía reflejos rojizos en el rostro del muchacho, dándole en ocasiones una expresión más que sombría, maligna, extraña. Impresionó a Maggie.

-          Vete de Londres.- dijo de pronto él en un tono sin matices, sin mirarla.

-          Pero si lo hago, -la angustia le atenazaba la garganta sólo de pensarlo- no le volveré a ver.

-          Eso...es lo mejor que puede pasar, Maggie.

-          Pero...

-          Sólo he venido a despedirme.

 

 

 

Sí, estaba demorando demasiado  lo inevitable. Debería marcharse ya. Debería abrir la puerta y volverse a la noche, porque él era el verdadero intruso en la casa. Él era el impostor, él que ya no era William, sino alguien distinto dentro de su cuerpo muerto. 
 

De improviso oyó algo, sonidos imperceptibles para el oído humano que a él le pusieron en alerta. Se puso en pie.

-          ¿Pasa algo, señor?

Sin responder a Maggie, se acercó a la puerta de la cocina, pero antes de que la alcanzara, ésta se abrió dejando paso a la figura lánguida de Drusilla.

-          ¡Estás aquí! Te hemos estado buscando ....- Dru reparó entonces en Maggie- ¿Quién es, William?

-          Nadie importante. Vámonos.

Justo entonces se dejó ver Angelus

-          ¿Ya? ¡Si acabamos de entrar! Sería descortés. Y hablando de descortesías, ¿no nos vas a presentar?

-          No.

Maggie, aunque desconcertada por la brusquedad de su señor, cedió a la costumbre.

-          Señores, he hecho té. Si desean...

Angelus, con sonrisa encantadora, rechazó el ofrecimiento.

- Muy amable, pero no es exactamente nuestra dieta.

 

 

Mientras Drusilla curioseaba por la cocina, William y Angelus se medían en silencio. Ante la extraña inmovilidad de su señor, Maggie decidió tomar la iniciativa. Esperando que las exigencias de su buena crianza no desairaran al joven dueño de la casa, empezó tímidamente:

-          Si desean tomar asiento... Yo soy Maggie, el aya de William.

-          Conque su aya... – Angelus se arrellanó divertido en una de las sillas junto al fuego, mirando sucesivamente a Maggie y a William. – Encantado de conocerla, William no nos había hablado de usted. –Se volvió fingidamente reprobatorio hacia el joven.- Qué falta de delicadeza, Willy.

-          No has sido invitado a esta casa – advirtió oscuramente William.

-          Tampoco lo necesito. En realidad, no queda nadie que pueda invitarme, ¿verdad? Nadie vivo, quiero decir. – William le fulminó con la mirada, pero Angelus no se amilanaba por tan poco. Continuó: - Bueno, está Maggie, claro. Pero ella no es la dueña. Ni tampoco va a quedar...

- ¡Cállate de una vez! – bramó el joven, dando un paso amenazador hacia él. Angelus, en efecto, se calló, pero no por obedecerle, sino para escrutar, sorprendido y encantado, la inesperada ira de William. El joven estaba realmente nervioso, lleno de furia y de temor. Angelus comprendió que acababa de descubrir una nueva faceta de la situación y que se prometía apasionante. Se preguntó si el muchacho que había peleado por Drusilla y había aprendido a golpes a soportar malamente la humillación y los celos, pelearía también por una simple vieja.


       Mientras Dru, más interesada en la alacena de la porcelana, se desentendía y Maggie miraba atónita sin comprender una palabra, los dos hombres sostenían su desafío en silencio, tenso y enfurecido William, encantado Ángelus, acariciando la perspectiva de una nueva excitante diversión.

        Fue el moreno quien reaccionó primero. Chasqueó la lengua reprobatorio y paternal

        - Estás engañando a Maggie, Willy. Eso no está bien. No le has dicho los pequeños cambios en la situación, ¿verdad? ¿Prefieres dejar que se percate por sí misma?

              -    Lárgate de aquí, Angelus.

             -     ¿O qué? Las cosas no funcionan así, Willy. En este juego, tú me das algo y yo te doy algo. Veamos,... tú quieres que me vaya sin molestar demasiado ¿no es eso? Bueno, pero entonces tú debes también darme algo que yo quiera.- William se preguntó por dónde vendría esta vez el ataque de Ángelus. Lo temía más cuanto más amistoso pareciera mostrarse.- Me basta con algo sencillo como prueba de buena voluntad, una tontería.  – De pronto el vampiro borró cualquier sombra de sonrisa de su expresión, que adoptó la seriedad de una orden terminante- Quiero que... transformes tu rostro. Ante ella. Sólo eso.

La exigencia, que llevaba la marca de aquella refinada crueldad en que Ángelus era maestro, paralizó a William. Lanzó una mirada angustiada a Maggie que, a su vez, clavaba sus ojos en él intentando en vano descifrar aquella situación incomprensible para ella.

          -      No... –balbuceó el muchacho.

          -     Vamos Willy, es sencillo. Hazlo y me marcharé ... sin cenar.

      El joven evaluó sus posibilidades y comprendió que no tenía opción. Estaba en manos de Angelus.

          -     ¿Te irás sin más?

          -          ¿De qué están hablando, señor? –interrumpió Maggie.

         -          Prometo que me iré. –afirmó Angelus muy serio.- Vamos, Willy, hazlo. Enséñale a Maggie de qué estamos hablando.

    William se acercó despacio ante ella, cabizbajo. Luego, ya frente a frente a la mujer, elevó sus ojos y la miró un momento con la tristeza insondable de una despedida. Después, se transformó en vampiro.

     La impresión golpeó a Maggie con la fuerza de un puñetazo. Retrocedió un paso hasta  derribar la silla que había tras ella y se llevó las manos a la cara, sin poder reprimir un grito ahogado.

    William tuvo que cerrar los ojos, para no dejarse vencer por la emoción. Cuando los abrió, Maggie, incapaz de articular palabra, se había apoyado sobre la mesa y seguía  como hipnotizada por aquella máscara monstruosa en que se había convertido William. No podía apartar su vista de las protuberancias de la frente, los arcos superciliares abultados, los colmillos apenas entrevistos tras los labios entreabiertos y, sobre todo, los ojos, aquellos ojos amarillos de fiera.

      -          Esto es lo que soy ahora, Maggie –murmuró William.

   ¡Maldito Angelus. Debía de estar disfrutándolo! Las ganas de asesinarlo se le hicieron irreprimibles. Crispó sus puños y, torvamente, calibró el momento de lanzarse contra él. No le importaba que lo moliera a golpes de nuevo. Pero entonces Maggie hizo algo. Tras el horror inicial, superó la repulsa y el miedo paralizador y, lentamente, avanzó hacia él el paso que antes había retrocedido. Despacio elevó su mano hacia el rostro bestial de William  y suavemente, lo acarició.

     -          Mi niño.

Había lágrimas en sus ojos, pero aún más que de pena, rebosaban de amor.

 

 

La contrariedad había ensombrecido el bello rostro de Angelus durante un segundo. Sin embargo, pronto reaccionó y recuperó su aparente buen humor.

 

-    Enternecedor – se burló.- Bien, ha sido muy instructivo, pero se hace tarde así que habrá que abreviar. Maggie ha demostrado muchas agallas. Veamos si Willy tiene tantas.- Se situó a su lado, mirando a Maggie, con la mano amistosamente colocada sobre el hombro del joven. De pronto aquella presión sobre su hombro se hizo más fuerte, mientras la voz fría de Angelus, le daba una orden inapelable:- Acaba el trabajo.

-    ¿Qué?

El vampiro moreno recuperó su irónica sonrisa de siempre para explicar a un estupefacto William

-    ¿Por qué crees que te he prometido no tocarla? Evidentemente, porque espero que la mates tú.

William le miraba horrorizado.

-    ¿Pretendes que...?

-    Yo no, Willy. Es por ti. Es hora de que demuestres lo que vales. Vamos -palmeó su cuello-, ya has hecho el tonto una vez. No vas a repetir el mismo error. Después de tu lamentable fracaso anterior tienes que hacerlo bien de una vez. Y tú lo sabes. Tienes que dar el paso definitivo. –La mano de Angelus, ascendiendo por su cuello, acabó acariciándole suavemente la mejilla. Su pulgar rozaba los labios del joven, mientras le miraba a los ojos con algo parecido al afecto y su voz aterciopelada le pedía:- No me decepciones.

 De la impresionante figura plantada ante él trascendía una energía que William se sentía incapaz de desafiar. Era mucho más que la fuerza física o la amenaza velada. Era la superioridad indiscutible del jefe, padre y modelo que Angelus representaba. De él  William sabía tres cosas: la primera, que casi siempre tenía razón; la segunda; que lo temía más que a nada en el mundo. Y la tercera, que le atraía casi tanto como lo temía.

 – Tú no eres ya un patético mortal –continuaba aleccionándole con su voz magnética.- Ahora eres un ser poderoso, un vampiro. No hay bien ni mal, no hay lazos ni frenos. Sólo poder, fuerza, y juventud eternos. No tienes más que tomar la decisión de apoderarte de ellos. Dejarte llevar por tu naturaleza y poseer todo cuanto necesites o desees. ¿Qué vas a hacer, William? Tienes en tus manos la vida y la muerte. Eres el dueño de tu destino y del de ella. Puedes seguir huyendo o puedes comprender de una vez que no hay a dónde huir. Puedes arrostrar tu existencia o puedes seguir lloriqueando en un rincón. Tú decides.

Hizo una breve pausa durante la cual William se sintió examinado como un organismo tras el microscopio. Después los labios de Angelus volvieron a distenderse en su habitual sonrisa irónica

-    Ahora os dejamos intimidad. Dru y yo nos vamos y te esperaremos en casa. En la que ahora es tu casa. No tardes, William.

A punto de salir ya la pareja, Angelus se volvió por última vez hacia el joven:

-    Cuando regreses te preguntaré qué has hecho. Espero que no me defraudes. 

 

 

Tras la tensión insoportable, Maggie se dejó caer sobre la silla más cercana. Estaban de nuevo a solas William y ella.

-    ¿Volverá?

- No – murmuró con su tono más oscuro el joven.

-    Y... ¿vas a matarme tú? –preguntó mujer.

William se volvió despacio hacia ella.

-    Ahora soy un monstruo. ¿Crees que soy capaz de matarte?

-    No lo sé, señor –confesó ella.- Ya no sé nada.

En el silencio que se hizo entre los dos, Maggie se dijo que nunca había visto tal expresión de tristeza en él, ni aún cuando las burlas o los desprecios del pasado le hacían tan desdichado. Finalmente, en voz muy baja, aseguró:

-    No. No soy capaz – Una mueca amarga se dibujó en su boca al ironizar- Ni siquiera como monstruo valgo.

-    Perdóneme por haber dudado de usted.

         William inclinó la cabeza, vencido. Incapaz de mirarla de frente, se llevó la mano a la cara para secarse con rapidez una lágrima. Con voz enronquecida, murmuró:

-     Por favor, Maggie, no me pidas perdón. No sabes en qué clase de perversa criatura me he convertido.

Maggie sintió que algo en su interior se derrumbaba. Había sentido miedo antes, repulsa, terror,… pero nada comparable al dolor de ver al joven que amaba como un hijo, por completo desarbolado, vencido, mirando con desesperación y absoluta lucidez al abismo insalvable que se abría ante él.

Se inclinó hacia delante en su silla para rozar apenas, casi con timidez, el rostro masculino.

William no pudo soportarlo. Cayó de rodillas ante ella.

-    Yo debería ser quien pidiera perdón. Si pudiera. Si hubiera alguna posibilidad de… Oh, Maggie, no tienes ni idea. Mi madre…

-    William…

-    Ya no soy William, Maggie.

-    Oh, sí que lo es. ¿Cómo podría dejar de serlo? Mi niño. -Las manos ásperas de Maggie lo acariciaron. Con una sonrisa intentó calmarlo con tanto amor que William se sintió incapaz de desmentirla de nuevo.- Olvida lo que te atormenta. Olvídalo.

-    No hay perdón posible para mí.

Las manos arrugadas de Maggie se hundieron entre los suaves bucles de William. Abrazado a sus rodillas como un niño, él hundió su cabeza en el regazo maternal.

-    No sabes lo que he hecho con mi madre.

-    Y no quiero saberlo – afirmó suavemente Maggie- Sólo sé que ella le diría lo mismo que yo. Lo acogería en sus brazos y le susurraría: No importa, William. Nada es tan importante. Descansa. Olvida.

La voz cascada de Maggie empezó a desgranar en el silencio de la casa  la canción con que tantas veces había visto a su señora acunar a William desde niño.

- Early one morning,
Just as the sun was rising,
I heard a maid sing,
In the valley below.

O, don't deceive me,
O, never leave me,
How could you use
A poor maiden so
?

 

 

****

 

Maggie no habría podido concretar cuanto tiempo estuvieron así: William a sus pies, y ella acariciando su pelo, en un mudo intento de consolarlo. Sin duda, muchos minutos. Finalmente, el joven se puso en pie. Despacio, como volviendo de un sueño, intentando reunir fuerzas para enfrentarse a una realidad demasiado amarga. Las lágrimas se habían secado en sus mejillas y su expresión seria adquiría ahora la gravedad de alguien mucho mayor e infinitamente cansado.

-    Yo también debo irme – murmuró.

Lanzó una última mirada al fuego que se consumía en el hogar, pero no se atrevió a mirar a Maggie a los ojos. Con decisión se encaminó a la puerta.

-    Señor... – La llamada de la mujer lo detuvo, aunque siguió de espaldas a ella.- Señor, rezaré por usted todos los días de mi vida.

Él bajó la cabeza. Sin volverse, replicó cansadamente:

-          No malgastes tus oraciones, Maggie. Yo estoy ya condenado.

Finalmente, sin volver la vista atrás, William abrió la puerta y salió.

Ya en la calle, se detuvo un segundo. Luego, casi inmediatamente, se rehizo y encaminó sus pasos con decisión hacia el East End, la zona del puerto. A esas horas, las tabernas rebosarían de marineros y estibadores. Iba de caza. Mejor una presa que mereciera la pena, una que pudiera destrozarle con sus manos desnudas si no era lo suficientemente bueno o ágil o rápido. Una a la altura de Angelus. Iba a pasear por el infierno. Mejor hacerlo con decisión.

 

Desde el quicio de la puerta, Maggie lo vio hundirse en la noche.

- Mi niño- murmuró.

 

FIN