Séptima temporada: Mirando en el espejo.
No me gusta demasiado la séptima temporada. En la balanza de lo negativo hay muchas cosas: las potenciales, siempre de sobra, Wood (¿Qué le has visto, Faith?), Caleb, demasiado tópico el malo fundamentalista y misógino, las mil potenciales que sobran, “lo de Giles” (¡Por favor, por favor!), la difuminación hasta casi desaparecer de Willow y Xander, Kennedy y su relación que no acaba de tener química y que hace imposible no añorar a Tara...
Pero Buffy cazavampiros es una debilidad y a poco que nos pongamos, siempre se pueden encontrar en ella aspectos interesantes. La verdad es que la quinta y la sexta temporadas habían marcado tal nivel que quizás la séptima sólo podemos verla como un retroceso. Desde luego no alcanza la altura de las anteriores, pero la séptima sigue adelante por la línea abierta en la sexta: el descenso a los infiernos interiores. Por eso quizás lo mejor de la séptima (magnífico, excepcional a menudo) es la trama centrada en los dos personajes que habían iniciado entonces aquel camino y que ahora continúan su evolución remontando desde los abismos a los que habían descendido: Buffy y Spike. El resto me parece a menudo superfluo, aburrido e innecesario, pero hay que reconocer que en ocasiones, la séptima temporada supone la excelsa cumbre dramática de una gran serie de televisión.
Y el primer gran hallazgo, quizás mal plasmado, es el big bad de la temporada: The First, la maldad primigenia. Acudir a Caleb en los capítulos finales para identificar al personaje malvado me parece una claudicación porque resultaba mucho más interesante – y más difícil de plasmar- la idea de un mal incorpóreo como El Primero. No tiene rostro porque se lo damos cada uno de nosotros. Está en nosotros. Es nuestros fantasmas, nuestras víctimas. Por eso tortura muy especialmente a Spike, el personaje con pasado más monstruoso.
Detonadores, chips y almas son un cóctel difícil de tragar que a Spike le llevará digerir toda la temporada. Lucha con el Mal Primero en un terreno propicio para éste. El tránsito resbaladizo de Spike por la delgada línea que separa el bien del mal conserva hasta el final la incógnita sobre si caerá definitivamente de uno u otro lado y, mientras, en ambos da traspiés y resbalones. A su lado, está Buffy, jugándose el todo por el todo en una arriesgada apuesta que en cualquier momento puede salirle mal. Buffy, opta por defender a Spike contra viento y marea, siguiendo a ciegas lo que le dice su corazón en contra de toda lógica y en contra incluso de sus amigos. Su elección ahonda la soledad de la Cazadora y nos hace dudar en ocasiones de su buen juicio. Pero al final, se demuestra que por algo es la Elegida: ella es la única que ve más allá; la que comprende lo que hay que hacer y lo hace; la que hace tiempo que sabe cuál es la verdadera clave de la batalla que hace a los humanos imbatibles por los monstruos: el amor, los sentimientos, la terca decisión de seguir adelante sin desfallecer.
Sabemos que Buffy es una serie terrible pero optimista. Los personajes sufren siempre desgarradoras pérdidas, pero sus dolorosas decisiones les conducen finalmente a lograr un propósito superior: salvar el mundo. En la séptima conseguirán sobre todo salvarse a sí mismos. Y especialmente, Spike y Buffy.
En ellos está el núcleo de la lucha. No en las potenciales, prescindibles aprendices de artes marciales. No en Faith, cazadora sustituta que hace un digno papel en la intendencia y el liderazgo pero sólo guerrero. No en Dawn ni en los scoobies, que apenas consiguen recomponer sus vidas rotas en anteriores batallas. (Vidas que ellos mismos se han encargado de romper cediendo a sus debilidades, no lo olvidemos). No en Giles, que comete el terrible error de sucumbir a la razón y a la lógica, algo que su pupila hace tiempo que ha superado. Frente a todos ellos, Buffy y Spike son los dos personajes que se enfrentan radicalmente al Mal y que consiguen derrotarlo. La Cazadora y su campeón.
El Primero es un malvado extraño y simbólico que me recuerda a un monstruo mitológico (y del folklore popular): el basilisco. Este ser es tan terrible que su sola mirada basta para aniquilar a cualquiera que se cruce con él. Héroes poderosos sucumbieron ante el basilisco, sin ni siquiera poder entrar en combate. Era absolutamente invencible. Hasta que descubrieron la forma de matarlo: utilizando un espejo para devolverle su mortífera mirada. Así es como los héroes de la serie vencen también al Mal Primero. No mediante el combate. O no sólo. Spike y Buffy se enfrentan al Mal Primero mirándolo de frente, reconociéndolo, asumiéndolo. Spike, acosado por las sombras de su oscuro pasado, se levanta para rectificar sus errores y afrontar su destino. Buffy, que había enderezado su vida al final de la sexta, contempla con piedad la lucha de su compañero y vence ella también al mal, comprendiéndolo, respetándolo y amándolo. El Mal está en el interior. Por eso toma el rostro de los seres más próximos, dialoga con los personajes, los manipula pulsando los resortes más íntimos y les interpela sobre sus rincones más ocultos. Sólo iluminando las zonas oscuras, atreviéndose a mirar sin miedo a los abismos que intentamos olvidar, Spike y Buffy pueden derrotar a The First. Conociéndose a sí mismos, porque el conocimiento es el arma más poderosa. Admitiendo la verdad sobre uno mismo. Mirándose en el espejo.
La certeza de Buffy al final de que van a ganar la batalla decisiva es porque no puede ser de otra forma. El poder que ha alcanzado es superior al de su contrincante. “Se trata del poder”- repite varias veces a lo largo de la temporada. En la serie se identifica con el poder femenino y se relaciona con las potenciales, y hasta con las niñas que juegan al béisbol, invencibles por el mero hecho de entrar en juego. A mí eso no me gusta demasiado. Me parece parcial, inverosímil y “adecuadamente progre”. Se queda demasiado a ras de suelo y bascula hacia los entrenamientos de las potenciales y la magia episódica de Willow. Prefiero pensar que no está ahí el peso de la serie, que las vicisitudes mágico-bélicas son puntuales –o metafóricas- y que en realidad, su significado es más simbólico. Prefiero, por tanto, entender el poder de esa otra manera que he comentado anteriormente: el poder como la negativa a engañarse, la lucidez, la admisión de los errores para superarlos, la capacidad de vencerse a sí mismo. Porque uno mismo es el enemigo más temible. Si se le supera, no hay nada que pueda vencernos. No sé si esta interpretación es un poco forzada, pero me gusta más. Me parece que da una dimensión más amplia a la temporada y a toda la serie, porque ya desde mucho atrás, Buffy, defensora del bien, ha ido entrando en contacto con el mal, conociéndolo, comprendiendo su ambigüedad a través de los vampiros que ha amado (Angel, Spike) y finalmente, en la sexta, viéndolo en sí misma. En estas últimas etapas de la lucha contra el Mal, Buffy está sola. Como todas las cazadoras, pero más, porque Buffy ha comprendido que al Mal no hay que destruirlo, hay que mirarle a los ojos, sin miedo, con confianza, como ella hace con Spike, y entonces será barrido por el bien.
El Mal está en el interior. El mal está en Spike. He dicho antes que Buffy estaba sola. En su soledad hay una importante excepción. Junto a ella está Spike. Ambos codo a codo en la misma lucha. La heroína y su pareja. (Aun sin contacto físico, Spike es la pareja indudable de Buffy en la séptima) Aprendiendo a amarse porque ésa es la otra dimensión de su combate frente al mal. (Paréntesis: lamento que voy a sacar mi vena spuffy). Buffy debe amar a Spike, porque están hechos de la misma materia. Son opuestos pero se necesitan mutuamente: Spike es el reverso oscuro del héroe y Buffy su posibilidad de acceder a la zona luminosa. Cuando a Spike se le da una oportunidad, su lealtad es heroica. Como un lobo, un depredador salvaje, que, acogido por Buffy, se ha convertido en su perro fiel y la sigue hasta donde ella quiera llevarle con una devoción que ningún humano podría ofrecerle.
Porque a Buffy le gustan los monstruos –decía Spike en la lejana cuarta temporada. No sólo eso. Buffy los necesita. Riley nunca habría podido satisfacerla porque era normal y Buffy no lo es. Ella está por encima de la normalidad. Ha aprendido esa lección con humildad y dolor. (Su complejo de inferioridad por tener complejo de superioridad, como le diagnostica el vampiro psicoanalista de Conversaciones…) Su misión es fundirse con las sombras. Angel. Spike. Son las dos únicas opciones. Las criaturas de la noche que han optado por luchar en el bando de la luz.
En ese sentido, Spike es igual que Buffy. Él también debe mirar a los ojos a su propio demonio. Al demonio que él es. (Su caso es aún más drástico). Y paradójicamente, su definitiva liberación le vendrá de manos de su enemigo. Cuando Wood, buscando la excusa para asesinarlo, desate al monstruo que Spike se empeñaba en reprimir, es cuando precisamente obliga a Spike a descender hasta los abismos más oscuros de su pasado. Es entonces cuando el Mal pierde definitivamente todo poder sobre él. Spike podrá entonces no sólo seguir viviendo, sino hacerse digno de Buffy y de su misión heroica. Después de conocer el amor y la renuncia, luchar por conquistar su alma, someterse a duras pruebas para liberarse de la locura y del dominio del Primero, es la última etapa que le faltaba culminar: mirarse a sí mismo y reconciliarse con su pasado. Y en esas “historias de madres e hijos”, Spike que, un poco a regañadientes, acaba perdonando la vida a Wood, no sólo alcanza una altura moral desconocida por el vengativo Director, sino que también asume su pasado y la muerte de su madre –mucho más terrible que la de Nikki-, algo que nunca ha superado su antagonista.
El eje de la séptima temporada es Spike. Se gana sin discusión su puesto junto a la protagonista, porque es el personaje más interesante, más dramático y más heroico. Con esfuerzo titánico no sólo ha ganado su alma, sino que se ha hecho digno de ella. ¡Qué lejos del caprichoso Spike hedonista y perverso que llegó a Sunnydale tiempo atrás! Más que evolución, ha sufrido un calvario. Ha conocido el amor. Lo ha perdido todo. Ha madurado, ha sufrido, ha tomado decisiones. Ha estado al borde de la locura y la aniquilación, pero ha regresado de su infierno más humano que nunca. Conocíamos al vampiro desalmado, al cínico irreverente, pero en la séptima Spike no está para tonterías. Ha decidido ganarse la redención y nada le aparta de ese camino. Acostumbrados a sus sarcasmos, ahora su seriedad sobrecoge. Una escena: cuando regresa a la casa de Buffy y se entera de que los demás la han echado de allí, esperaríamos que montara en cólera y desatara su acreditada violencia verbal; sin embargo, su reacción es sorprendentemente adulta, sus comentarios, hirientes, cargados de razón pero en un tono muy medido, demuestran no sólo que ha aprendido a refrenarse, sino que ha alcanzado una altura moral que le permite situarse por encima de los demás para darles lecciones de integridad y coherencia.
Spike nos conmueve con todas sus caras: el pobre “loco del sótano”, el vulnerable y torturado Spike, el sensible Spike “aterrorizado” por la trascendencia de su amor, el fiel Spike que afronta con seriedad su ingrato puesto junto a Buffy, el héroe capaz de sacrificarse sin admitir siquiera el consolador engaño de lo que él cree una mentira. (“Un final perfecto para un personaje perfecto”. Ay)
Buffy quedará en el recuerdo como una serie mítica. Pero Spike quedará en nuestro corazón.